Porque, al final, el creador de Raimunda, Sor Rata de Callejón, Pepi, Luci, Bom, la Agrado y otras mujeres del montón y chicas al borde de un ataque de nervios, de Julieta, Benigno Martín, Becky del Páramo, Andrea Caracortada, Leo Macías, Vera Cruz... y tantos universos lejanos, pasajeros y desordenados, escondía en su interior el testimonio más sincero y demoledor. Ahora, en lo que intuimos la última etapa de su carrera, ha decidido que era el momento de compartirlo. Y, quizá, si esos personajes pudiesen sentarse en un patio de butacas a ver Dolor y Gloria, reirían, llorarían y, seguramente, comprenderían mejor que nadie la mente privilegiada a la que deben su existencia. Algunos, incluso, sentirían compasión (pena, pepita, pena) por Pedro, el venerado y temido director, el transgresor y valiente Almodóvar... Todo eso, pero también el hombre vulnerable, víctima de la mala educación y los abrazos rotos, el marcado por las heridas que implica vivir. Las suyas, sí; cada cual tenemos las nuestras. Heridas profundas: unas cerradas, secretas u olvidadas; otras, abiertas e infectadas. Si ha conseguido sanarlas al enseñarlas a su público sólo a él le compete. No obstante, es innegable que este “destape integral” ha impregnado de una humanidad inédita toda su producción artística.
Nada es casual en esta cinta. Si bien no carece de ironía y alguna concesión provocadora, resulta comedida y sobria, sin grandes sobresaltos, ni giros estrafalarios. No los precisa. Cada personaje representa una de las piedras que derriba a nuestro héroe: el primer deseo, la frustración, la traición, el complejo de culpa... También se vislumbran, por suerte, la lealtad y el amor.
Nunca Banderas ha estado tan impecable, depurado y creíble. Julieta Serrano regala una lección magistral interpretando a la indulgente madre de Salvador, instalada en sus recuerdos como una sombra teñida de decepción, rechazo, amargura y, sin duda, devoción. Penélope Cruz, más Anna Magnani que nunca, evoca y homenajea a todas aquellas mujeres que, en la posguerra, se dejaban la piel y sostenían su hogar con sacrificio y lágrimas. Los tres, diferentes y complementarios, vertebran el cine de Almodóvar (Antonio ha trabajado en ocho de sus películas; ellas, en seis cada una); por eso, su presencia dota de mayor verosimilitud y franqueza a la narración. Les secundan, impolutos, Asier Etxeandia (antiguo “muso”; adorado y detestado), Nora Navas (fidelidad absoluta) y Leonardo Sbaraglia (espina clavada). Como es habitual, los maestros José Luis Alcaine y Alberto Iglesias construyen la atmósfera que requería la historia: por momentos, angustiosa y crepuscular; a ratos, onírica y delicada. Con la entrega de estos profesionales de confianza y del resto de equipo artístico, técnico y de producción, el realizador ha logrado concebir para la posteridad un potente vehículo con el que nos invita a transitar, por el laberinto de su memoria, de lo rural a lo cosmopolita, de la inocencia a la desilusión, del triunfo a la derrota y del dolor a la gloria. Con todo lo que se queda por el camino. Si volver la vista atrás es bueno, a veces, en esta ocasión desemboca en una experiencia exquisita. Sobresaliente. Tomen asiento: bienvenidos a las entrañas de Almodóvar.
4 comentarios:
Hola David, felicitarte por esta crítica tan rigurosa como acertada. Enhorabuena y continua escribiendo; lo haces muy bien.
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