Recuerdo que durante la carrera de periodismo me llamó la atención una, digamos, "norma" deontológica que nos enseñaron: los medios de comunicación no deben informar sobre suicidios; sí sobre muertes violentas y las causadas por accidentes, atentados terroristas, desastres naturales... Pero los suicidios constituyen una especie de tema tabú en materia informativa. El Libro de Estilo del periódico El Mundo plantea que "un suicidio no debe ser noticia en sí mismo"; El País reclama a sus trabajadores prudencia y RTVE una "especial sensibilidad tanto en los programas de actualidad como en los de ficción". Y justifican este "silenciamiento" por respeto al fallecido y a su entorno, porque se podría incurrir en una deducción errónea y para evitar un efecto imitación/contagio. Todos coinciden en abordar este asunto "sólo cuando se trate de personas de relevancia o supongan un hecho de interés general”.
En los últimos años, sin embargo, nos hemos acostumbrado a levantarnos con titulares como éstos: Un hombre de 77 años se suicida ante el Parlamento griego por dificultades económicas (La Vanguardia, 04/04/12); Una pareja de jubilados se suicida cuando iba a ser desahuciada (El Mundo, 12/02/2013); Los suicidios aumentan un 45% desde el inicio de la crisis (El País, 28/05/2015)... Los medios han abierto la mano con este tipo de sucesos tal vez por ese "interés general" del que hablábamos o para evidenciar las vergüenzas de un sistema injusto e inhumano.
En este contexto, la plataforma Netflix estrenó hace unas semanas una serie políticamente incorrecta e incómoda (para algunos), que ha hecho saltar por los aires todos los tapujos y ha desencadenado un debate sobre los límites del entretenimiento audiovisual. Les resumo el argumento: una muchacha de 17 años se suicida pero, antes, graba en unas cintas casetes de "viva" voz los motivos que le llevaron a tomar tan drástica decisión y, además, se encarga de que lleguen a oídos de quienes ella considera sus verdugos; uno por uno. Durante 13 capítulos, el espectador escucha al mismo tiempo que el inolvidable Clay Jensen, uno de los implicados, este legado maldito que, a modo de flasbacks, conecta pasado y presente y resuelve una pregunta: ¿qué o quién mató a Hannah Baker? (olvídense ya de Laura Palmer para siempre). Por trece razones se llama la propuesta y se trata de la adaptación del best seller homónimo del escritor estadounidense Jay Asher, publicado en 2007. Como podían vaticinar sus creadores, ha suscitado encendidas protestas entre asociaciones religiosas, de padres, psicólogos... Y, como también era previsible, tanta controversia ha sido su mejor publicidad. No obstante, esa es otra cuestión.
"No puedes culparte por lo que hizo"
Sus críticos advierten de que este drama adolescente ejerce una influencia nociva para los jóvenes, ya que pueden deducir que el suicidio es la única escapatoria, la solución a sus problemas. Otra vez el efecto contagio. Y no se han parado a pensar que, quizá, no es un producto infantil, sino para adultos; igual que Los Simpson, por muy graciosos que sean sus trazos amarillos. Porque, por suerte, a la mayoría de niños les costará empatizar con sentimientos como la soledad, el miedo, la decepción, la angustia ante el rechazo, el deseo de que todo termine...
No lo entenderán, salvo que lo hayan padecido. No les destripo nada si les digo que el principal tormento de la ficticia Hannah es su entorno académico. Sí, la chica es víctima del acoso en las aulas por parte de unos compañeros que no son conscientes del daño que le provocan con sus desprecios, traiciones, habladurías y sus juegos para ser aceptados que lastiman a otros. Ella y su historia son sólo una invención revestida de relato de intriga y misterio; vale, pero demasiado real.
"Odiaba a todo el puto mundo y cómo funciona. Pero, sobre todo, me odiaba a mí misma"
Volvamos a la prensa. Rescato dos noticias recientes:
Diego, de 11 años, antes de suicidarse: "No aguanto ir al colegio" (El Mundo, 20/01/2016). Lucía, la niña de 13 años que se suicidó tras sufrir acoso escolar: "Mamá, no puedo más" (El Mundo, 16/01/2017). Diego y Lucía no eran actores, eran niños auténticos; él madrileño y ella murciana. A ambos les superó la situación y acabaron con su tortura. Como la protagonista de Por trece razones, quisieron despedirse y explicarse con sendas cartas dirigidas a sus familias. Sus padres, rotos, iniciaron una batalla legal para esclarecer los hechos porque, claro, a ningún centro educativo le interesa "cargar" con esa losa. Hay más nombres (Jokin, Carla, Aránzazu...); todos con idéntico final. Indagar en Internet sobre este tema asusta y desmoraliza.
Ninguno de ellos se inspiró en Hannah Baker, pues no la conocían. Tampoco lo necesitaban. Y, en cualquier caso, recapacitemos por un instante: esta ficción no debería servir de ejemplo para las víctimas, sino para acosadores, docentes y padres. Acosadores que empujan a precipicios. Docentes incapaces de detectar y capaces de mirar a otro lado. Padres que no saben "educar" y crean monstruos. Sobre ellos fija la lupa esta producción, siguiendo la estela trazada en los últimos meses por la oscarizada Moonlight. Mientras el joven Chiron recibe toda clase de maltrato por ser negro y homosexual en un instituto de los suburbios de Miami, Hannah nos muestra la losa machista que todavía hoy cargan las mujeres occidentales, por muy sofisticada y moderna que parezca la era 2.0. Y, a su alrededor, el mundo continúa girando ajeno a tanto dolor. Ah, eso sí: por favor, que nadie les imite.
"Todos dejamos que se fuera"
De todas formas, Por trece razones no va sólo sobre el bullying. Eso sería reduccionista. Habla fundamentalmente de la incapacidad para pedir ayuda cuando se requiere y la dificultad para gestionar las hostias en el más amplio sentido de la palabra; también de la cobardía y la crueldad. "Debemos tratarnos mejor y cuidar de los demás. Tenemos que ser mejores", dice uno de los protagonistas. Para mí, esa es "la frase", la lectura a extraer, por encima del temor a la emulación y a las escenas morbosas. Porque lo que hiere la sensibilidad no siempre es lo más obvio.
Si sigue este blog sabrá que soy un gran aficionado al cine; en cambio, hasta ahora he permanecido al margen de la moda de las series de culto actuales. Lo confieso: no he visto Perdidos; ni Breaking Bad, Homeland, House of Cards, True detective... Creo que me quedé en la tercera temporada de Mujeres desesperadas. Sin embargo, cosas de la vida, Por trece razones me ha despertado el seriéfilo que llevo dentro. No será la mejor, pero uno no elige de quién se enamora... Me encantaría poder compartir en estas líneas mis impresiones sobre el desenlace y los distintos personajes (todos ellos bien dibujados y magníficamente interpretados); comentar con ustedes con cuál de ellos nos identificamos cada uno. Es curioso observar cómo los "buenos" arrastran la culpa y tienen remordimientos y, por el contrario, los malos logran encontrar una justificación, un recoveco moral, y únicamente se preocupan por mantener intacta su reputación. Y más revelador resulta analizar sus núcleos familiares y la manera en que les condicionan. Ya me callo, que estoy diciendo demasiado...
A finales de los 80, TVE emitió dentro del programa Cajón desastre, un drama juvenil canadiense, Colegio Degrassi, en la que se abordaban con crudeza asuntos como las drogas, el VIH, los embarazos no deseados, la homosexualidad... Aunque no guardo un recuerdo muy nítido, sí sé que aquellas tramas me impresionaron y me hicieron reflexionar. Espero que los adolescentes que ahora tropiecen con la vulnerable Hannah Baker y sus trece casetes se queden con eso, que de los medios de comunicación, dejando a un lado los intereses comerciales y los tabúes, también se pueden sacar importantes lecciones. Os invito a verla. Sobran los motivos.
"Así termina la cara 13. No hay más que decir"
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