"Estaba casi enamorada de él. "No, eso es imposible", pensó. "O estás enamorada o no lo estás. El amor es lo único de este mundo que es inequívoco. Hay distintas clases de amor, pero todas se sienten o no se sienten".
Cincuenta y cinco años, ni más ni menos, separan la publicación de
Matar a un ruiseñor (1960) de su continuación,
Ve y pon un centinela (2015). No es que Harper Lee, su autora, se lo haya tomado con demasiada calma; todo lo contrario. Esta segunda parte tiene trampa. Al parecer, fue escrita en 1957 y es, en realidad, el primer borrador del que surgiría la mítica novela ganadora del premio Pulitzer; un proyecto rechazado por numerosas editoriales hasta que un editor avisado intuyó el potencial de aquella historia sureña sobre la segregación racial.
"Jean Louise, en Maycomb ya nadie va a visitar a los negros, después de lo que nos están haciendo. Además de ser unos vagos, ahora te miran a veces con una insolencia descarada y les da igual el motivo. Esa NAACP ha venido y les ha metido tanto veneno en el cuerpo que les sale por las orejas. Hemos sido buenos con ellos, hemos pagado sus deudas, les hemos dado trabajo cuando no lo había, los hemos civilizado... No, señorita, después de cómo nos han agradecido que les hayamos cuidado, nadie en Maycomb tiene ganas de ayudarlos cuando ahora se meten en líos. No, señor, se acabó... Ahora que se las arreglen solos".
Sorprende que Lee, quien abrumada por su enorme éxito decidió no volver a escribir, haya permitido que esta "nueva" obra haya visto la luz. Porque, no nos engañemos,
Ve y pon un centinela traiciona el espíritu de su antecesora y distorsiona la imagen idílica de sus protagonistas. Atticus Finch, que siempre tendrá dibujado el rostro del inolvidable Gregory Peck por su adaptación cinematográfica, es uno de los grandes héroes de la literatura norteamericana. Pero si, en la primera novela, este abogado era capaz de enfrentarse a toda su comunidad por defender la inocencia de un joven negro acusado de violar a una mujer blanca, aún a costa de poner en peligro a los suyos y su reputación, en esta ocasión, se nos presenta veinte años después como un anciano vulnerable con una mayor complejidad moral y política.
"-¿Has pensado alguna vez que no se puede tener a un conjunto de personas atrasadas conviviendo con otras avanzadas en una civilización concreta y que aquello sea una Arcadia social? -Claro que lo sé, pero una vez escuché una cosa, un eslogan que se me quedó en la cabeza. Decía "los mismos derechos para todos, privilegios especiales para nadie", y para mí era así, al pie de la letra. No significaba darle una cosa a un blanco y otra muy distinta a un negro".
El lector, hechizado por aquel padre viudo, íntegro y ejemplar, puede llegar a desencantarse ahora al descubrir en él recovecos éticos cuestionables. Eso es precisamente lo que le ocurre a Jean Louise, su hija y narradora del relato. Su regreso a Maycomb, tras años en Nueva York, coincide con un momento histórico convulso en el que la tensión entre negros y blancos se torna casi insoportable. La muchacha, encarnación de una Harper Lee combativa, feminista y valiente, se enfrentará a la pérdida de la inocencia y, por ende, a su más que probable desarraigo cuando sus resortes morales se desmoronan.
"No vais a creerme, pero os aseguro que nunca en mi vida, hasta hoy, he escuchado a un miembro de mi familia pronunciar la palabra nigger para referirse a un negro. Me crié con personas de color: eran Calpurnia, Zebbo el basurero, Tom el jardinero, y así los llamábamos, a cada uno por su nombre. Había cientos de negros a mi alrededor. Me enseñaron que nunca me aprovechara de nadie menos afortunado que yo, ya fuera en términos de inteligencia, de riqueza o de posición social: y me refiero a nadie, no sólo a los negros. Me hicieron entender que hacer lo contrario era despreciable. Así fui educada, por una mujer negra y un hombre blanco".
Si, como yo, su cariño hacia Atticus Finch es sólido, tratará de ponerse en su piel y hará un esfuerzo por entenderle en ese impactante duelo dialéctico final con su hija, que recuerda más bien a un combate de boxeo. Aunque no reproduciré sus explicaciones para jusfiticar su presencia en el Consejo Ciudadano local, su postura con respecto a los negros me recuerda a la de Dolores Ibarruri, La Pasionaria, con el voto femenino. A principios de los años años 30 del pasado siglo se opuso, al igual que otras dirigentes de izquierdas, a que la mujer obtuviera el derecho al sufragio hasta que estuviera preparada políticamente; de lo contrario, argumentaban, acabarían votando lo que marcara su padre, su marido o, por eliminación, su párroco. ¿Eso las convertía en unas machistas? Evidentemente no. Simplemente consideraban que, para lograr ese derecho, había que recorrer un camino responsable. Del mismo modo, Finch defiende ante una idealista e irrefrenable Jean Louise que la única manera de asegurar una convivencia pacífica entre la comunidad negra, ansiosa de poder ejercer las libertades que la ley empezaba a reconocerles, y la blanca, temerosa de perder su tradicional supremacía legal y social, era frenar y educar progresivamente a los dos bandos. Una postura que, como decía, rompe los esquemas de la protagonista, acostumbrada a la absoluta integridad de su padre.
"Nunca, en toda mi vida, te he visto tratar a los negros con esa insolencia, con esa desfachatez con que les tratan la mitad de los blancos de aquí cuando les dirigen la palabra o cuando les piden que hagan algo. Cuando hablas con ellos, no lo haces con ese tono que parece decir "no te pases ni un pelo, negro". Y, sin embargo, como pueblo, les pones la mano delante y les dices "ahí quietos. ¡Hasta aquí podéis llegar!".
Mantiene Harper Lee el arriesgado tono de denuncia social de su célebre obra y lo salpica, de nuevo, con escenas costumbristas de la infancia. Nos reencontramos así con nombres como Calpurnia, Jem y Dill (personaje inspirado en Truman Capote, gran amigo de la autora); una época añorada de juegos y problemas menores. Mezcla, pues, un presente agitado con un pasado idealizado que, por momentos, llega a tambalearse.
"Yo creía en ti. Te admiraba, Atticus, como nunca he admirado a nadie. Si me hubieras dado alguna pista, si hubieras incumplido tu palabra un par de veces, si hubieras sido más ruín... quizás ahora podría asimilar lo que te vi hacer ayer".
Resulta inevitable preguntarse si era necesario resucitar un clásico como
Matar a un ruiseñor y, tambien, si
Ve y pon un centinela es una secuela digna. En mi opinión, la respuesta a ambas cuestiones es negativa.
Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Y, sin embargo, este regreso produce un cierto efecto terapeútico. Confieso que, tras un arranque prometedor, gran parte del relato me resultó tedioso y cargado de pasajes de relleno. Pero el tramo final, las últimas treinta páginas, son excepcionales y lo convierten, probablemente, en el libro que más me ha obligado a reflexionar en mucho tiempo; sobre mis ideales, sobre los términos absolutos, sobre lo impetuoso que soy a veces... Y al cerrarlo, al abandonar Maycomb, esta vez para siempre, me doy cuenta de que este nuevo Atticus, menos modélico, más humano, me ha vuelto a conquistar.
"La isla de cada ser humano, el centinela de cada uno, es su conciencia".
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