viernes, 7 de agosto de 2015

ESTACIONES DE PASO

Con la llegada del verano, estaciones y aeropuertos se convierten en bulliciosos hervideros de viajantes que, rápidos y nerviosos, buscan o regresan de sus vacaciones. Aparecen y desparecen como estrellas fugaces, apenas dejando una pequeña estela tras de sí de esperanza o desengaño, rápidamente difuminada por la llegada de nuevas personas que buscan su destino en los paneles informativos. Me gustan estos lugares de paso. Disfruto mirando su paisaje compuesto de personas de toda condición. Sentarse a contemplar lo que allí sucede es un modo de asomarse a un balcón desde el que observar la vida. Es curiosa la forma que toma el tiempo en las estaciones… su modo de dilatarse, su modo de contraerse. La prisa parece, a simple vista, la única moneda de cambio: prisa por coger el tren, miedo a perder el avión, nervios por el transbordo a realizar… todo fluye a una velocidad vertiginosa que no parece dejar espacio al respiro, al descanso, a la pausa. Pero en determinados momentos, el frenético trasiego de personas y maletas, de minutos y deseos incesantes, estalla y explota como el mar embravecido frente a las rocas. Y entonces se detiene. Y entonces se dilata. El abrazo de los que se reencuentran, el beso interminable de la pareja en mitad del inmenso tumulto, la triste despedida de los seres queridos…. Cada uno de estos actos brilla de un modo especial en mitad de la batalla sin cuartel que allí se libra entre la prisa y el destino.

No hay distinción posible en las estaciones de paso: entre el hombre de negocios y su traje de corbata, entre el grupo excursionista en busca de aventuras, el viajero solitario y taciturno y la familia al completo sólo hay dos realidades opuestas que se citan y confluyen al mismo tiempo: el presente y el futuro, la realidad y la ilusión. Y en esa frontera todos habitamos de igual manera, bajo un mismo ritual. Muy pocos parecen estar viviendo del todo el presente en las estaciones y en los aeropuertos, todos parecemos turbados por algo que aún no ha sucedido, que nos impide mirar el suelo que pisamos. Hasta las tiendas allí parecen un poco de mentira, con periódicos internacionales que hablan en un idioma desconocido y objetos que parecen hechos sólo para caber en la maleta. Y precisamente por ello, cualquier realidad humana y veraz que allí vivimos funciona como un gran faro luminoso al que aferrase en la inmensidad de la tormenta oceánica.

Estaciones sin poesía

La última vez que estuve en una gran estación pude constatar una realidad que apenas si sospechaba: en ninguna de las librerías que allí había se vendía un solo libro de poesía. Supongo que tratar de encontrarlo fue una pedantería por mi parte, un atrevimiento. Los mostradores rebosaban de grandes superventas y autores consagrados. Y de libros de autoayuda. Pensándolo fríamente, es lógico, me dije. Después de preguntar en vano al último librero, me dirigí resignado a coger mi tren que, como todo tren que se precie, estaba a punto de partir. Unas escaleras mecánicas y grises me subían a mí y a una horda variopinta de viajantes hasta el primer piso, donde íbamos a embarcar. Justo al lado de nosotros, a menos de un metro, en unas escaleras estáticas y blancas, detenidas en el espacio y en el tiempo, había una chica joven sentada llorando discretamente, con el móvil a punto de caerle de la mano y la mirada perdida entre sus pensamientos y la marabunta humana de la estación que, impasible, seguía su camino. La imagen era de un lirismo deslumbrante, la muchacha parecía como envuelta en una burbuja poética de tristeza y melancolía que la protegía y condenaba al mismo tiempo, que la aislaba de todo lo que la rodeaba. Ignoro el motivo de su pesar, pero por su gesto y color, era evidente que parecía querer abdicar de todo: de las prisas, de los trenes que no esperan, del destino y la esperanza, de la ilusión, del ritmo galopante y del progreso gris de las escaleras mecánicas. Había descabalgado, su caballo falló en mitad de la carrera y ella había quedado descolgada de la realidad.

Preferiría que en las estaciones y aeropuertos se vendiesen libros de poesía. Pero en realidad tampoco me parece algo tan grave, pues no hay más que hurgar un poquito en estos lugares para encontrarla: en la cara de algunas personas, en los trenes que se pierden, en las situaciones que inevitablemente se crean cuando la realidad es tan frenética y apabullante… Como quien va al parque o al cine, y aunque parezca disparatado, deberíamos contemplar también la posibilidad de ir a las estaciones de paso. A leer lo que somos y lo que nunca, por mucha prisa que tengamos, podremos dejar de ser.

GONZALO FERRADA
- Periodista y profesor de literatura -

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