“Yo soy yo y mi circunstancia”, reza una de las más famosas frases del filósofo y ensayista José Ortega y Gasset. Con ella, el autor madrileño pretendía evidenciar hasta qué punto el ámbito y el escenario en el que nos desenvolvemos determina nuestro modo de ser. Supongo que algo así debía de pensar el protagonista de una de las mejores películas de Martin Scorsese y de toda la historia del cine, Taxi Driver, interpretada por un Robert de Niro en estado de gracia. Travis Brike es el nombre de este personaje excombatiente de Vietnam que, tras regresar de una guerra que indudablemente le deja graves secuelas psicológicas, decide subirse a un taxi para ganarse la vida en la peligrosa y decadente Nueva York suburbial de los años setenta. Con la firme intención de tratar de adaptarse a la sociedad y dejar atrás su decrépita soledad, Travis recorre las calles de la ciudad nocturna, a la que observa entre absorto y asqueado desde la ventanilla de su taxi. Se trata de una de esas pelis sucias, crudas… violenta por momentos, pero también irresistible, de las que uno no pude dejar de ver una vez empezada, a pesar de que, ay… el final se va adivinando a cada minuto, a cada noche pasada, a cada servicio de taxi prestado.
Delincuentes, prostitutas, drogatas y proxenetas es la horda que compone el mar noctámbulo por donde Travis se ve obligado a navegar. Un mundo que odia y aborrece en tanto que le niega lo oportunidad de una nueva vida; pero un mundo que, de un modo lento y angustioso, empieza absorberlo muy a su pesar, y lo que es aún más paradójico, de una forma más poderosa cuanto mayores son sus esfuerzos por salir de él. Y en una ciudad convertida en traicioneras arenas movedizas, la opción del amor y la amistad no son más espejismos tras los que se oculta de nuevo la fiera de la soledad y la locura. Porque Travis lleva escrito en sus ojos su destino, su locura, y sus intentos de tratar de esquivarlo terminan siendo vanas y ridículas formas de volver otra vez al principio.
La película está llena de escenas y momentos memorables, y recuerda en muchos aspectos la famosa novela Viaje al fin de la noche, de Louis Fernand Céline, donde se narraba la vida viciada y condenada de un militar de la Primera Guerra Mundial. Unas jóvenes Jodie Foster (interpretando el papel de adolescente prostituta) y Cybill Shepherd (que representa la opción del amor en la película, conocida en España por su papel de detective en la serie ochentera Luz de luna) completan el reparto de este memorable film. Y los diálogos… oscuros y originales a partes iguales, esperpénticos y llenos de una sabiduría que nace del hampa, como el que mantiene Travis con un colega de profesión al que decide confesarle, en mitad de la historia, su angustia existencial y sus deseos de huir de una realidad que repudia. Su colega, a través de un discurso inconexo y casi disparatado, le balbucea que todos terminamos convirtiéndonos en lo que hacemos, en nuestra profesión, en nuestras rutinas. Y de modo irónico, esta conversación ridícula acaba siendo premonitoria y es el punto de inflexión que desata la inminente tragedia.
Más allá de la inevitable reflexión sobre la locura y las secuelas de la guerra, de la alienación que producen las grandes ciudades y su degradación moral, la película muestra de forma magistral las consecuencias que provoca en el ser humano el miedo. El miedo, que de un modo magnético y maléfico, puede arrastrarnos hacia aquello de lo que queremos huir. El miedo, que vivido de forma obsesiva, nos asemeja a lo que nos hace temer. “Cuando miras mucho tiempo al abismo, el abismo termina por mirarte a ti”, decía Nitzsche. Recomiendo fervientemente a todo espectador que se atreva a subir en el taxi de Travis para que, de noche y en mitad de una peligrosa jungla cuyo asfalto nos asalta y embrutece, descubramos una de esas lecciones callejeras que se aprenden para siempre: uno de los mayores peligros de la lucha contra tu enemigo es el de terminar convirtiéndote en él.
La película está llena de escenas y momentos memorables, y recuerda en muchos aspectos la famosa novela Viaje al fin de la noche, de Louis Fernand Céline, donde se narraba la vida viciada y condenada de un militar de la Primera Guerra Mundial. Unas jóvenes Jodie Foster (interpretando el papel de adolescente prostituta) y Cybill Shepherd (que representa la opción del amor en la película, conocida en España por su papel de detective en la serie ochentera Luz de luna) completan el reparto de este memorable film. Y los diálogos… oscuros y originales a partes iguales, esperpénticos y llenos de una sabiduría que nace del hampa, como el que mantiene Travis con un colega de profesión al que decide confesarle, en mitad de la historia, su angustia existencial y sus deseos de huir de una realidad que repudia. Su colega, a través de un discurso inconexo y casi disparatado, le balbucea que todos terminamos convirtiéndonos en lo que hacemos, en nuestra profesión, en nuestras rutinas. Y de modo irónico, esta conversación ridícula acaba siendo premonitoria y es el punto de inflexión que desata la inminente tragedia.
GONZALO FERRADA
- Periodista y profesor de literatura -
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