sábado, 17 de enero de 2015

TUSITALA, EL CONTADOR DE HISTORIAS

Si hay un escritor especialmente querido y adorado no sólo por cientos de lectores, sino por la inmensa mayoría de novelistas, con un talento literario mundialmente reconocido y a quien todo lector rinde entrañable agradecimiento, sin duda, ese autor es R. L. Stevenson. Este novelista escocés, responsable de clásicos como La isla del tesoro o El Extraño caso del doctor Jekill y Mr. Hide, es uno de esos autores que rezuma literatura por los cuatro costados. Literatura en estado puro, de esa que resulta aparentemente sencilla y nada pretenciosa, pero que logra fijar y definir las principales propiedades de este arte. Literatura que acompaña, que entretiene, que divierte; literatura de aventuras, que propone al lector empresas excitantes y peligrosas por caminos inciertos y desconocidos, cuyo éxito no está nunca garantizado, porque sus héroes son humanamente frágiles y su mundo peligrosamente real. Y es en ese contexto donde conceptos como valentía, intrepidez o voluntad adquieren todo su brillo, todo su significado.

Resulta evidente que todo lo que somos como personas lo debemos en gran medida a nuestra experiencia personal. La vida de R. L. Stevenson es un buen reflejo de todos los ingredientes que aparecen en sus obras: de salud frágil y enfermo de tuberculosis, tuvo una infancia gris en una Edimburgo oscura. Pero, lejos de ser absorbido por ese opresivo ambiente, Stevenson encontró en la nodriza que de él cuidaba y en las historias que le contaba de niño el sustento perfecto que le proporcionaban cobijo y protección. De ahí nació su pasión por la literatura, de una realidad amarga y oscura, esquivada mediante los relatos que escuchaba de su cuidadora, que le ofrecían un mundo que despegaba de las frías y húmedas calles de Edimburgo, como pájaros en busca de tierras cálidas y por descubrir. Si a ello añadimos que su padre y toda su ascendencia eran constructores de faros (no se me ocurre un profesión más metafóricamente literaria), que era el trabajo que esperaban que desempeñase el joven Robert, podemos llegar a entender lo especial que fue la vida de este peculiar escritor. Entre enfermedades y cuentos, lluviosas tardes y faros que alumbran en la oscuridad, Stevenson escribió algunas de las novelas más memorables de la literatura universal.

Adiós a la inocencia
La isla de tesoro es una novela que en cierta forma recoge todo este universo que define la personalidad de Stevenson. Una historia fascinante, en la que el peligro y el mal planean de modo constante y amenazante a lo largo de todo el relato. También al final. El joven protagonista, Jim Hawkins, emprende un viaje a una isla desconocida para hallar un tesoro oculto que de forma fortuita ha llegado a descubrir. En su embarcación se ve obligado a convivir con una tripulación de lo más variopinta: desde compañeros que inspiran confianza, hasta peligrosos piratas que ofrecen su ayuda en tan ardua tarea. En este incierto y resbaladizo microcosmos, Hawkins debe aprender a desprenderse de su inocencia y a valerse por sí mismo, a confiar en su intuición, a conocer el poder de conceptos como voluntad, autonomía y decisión en un contexto adverso que vaticina un fracaso casi asegurado. Debe aprender primero a convivir con los piratas, a pelearse con ellos, a pactar y negociar y, por último, a entender que su corrompida moral forma parte de la Tierra y de lo que somos como el propio mar sobre el que navega. Paradigma de esta ambigüedad existencial es uno de los personajes más sugerentes del relato y de toda la literatura universal: el pirata John Silver el Largo, en quien Jim Hawkins debe confiar en varias ocasiones, quien le enseña que la convivencia con gente de su calaña no es asunto ajeno al mundo, sino algo necesario que implica y nos salpica a todos.

Los últimos años de la vida Stevenson son propios también de una novela exótica y pintoresca. Decidió terminar sus días en una de las islas de los Mares del Sur, en Samoa, donde convivió con los indígenas del lugar, participando con ellos de la vida social y política. Los lugareños, dada la afición de Stevenson a obsequiar a la gente con historias y leyendas, le rebautizaron con el nombre de Tusitala, que en su idioma nativo significa “el contador de historias”. Y allí murió, y allí permanecen aún sus restos, bajo una lápida que lleva por epitafio los siguientes versos maravillosos que revelan su amor por la libertad:

“Bajo el inmenso y estrellado cielo,
cavad mi fosa y dejadme yacer.
Alegre he vivido y alegre muero.
Pero al caer quiero haceros un ruego.
Que pongáis sobre mi tumba este verso:
Aquí yace donde quiso yacer;
De vuelta del mar está el marinero,
de vuelta del monte está el cazador".

Me gusta proponer a R. L. Stevenson como lectura a mis alumnos de secundaria y bachillerato. Creo que, al contario que algunos clásicos de la literatura, sus historias no sólo aceptan si no que exigen a gritos ser leídos en la adolescencia, más allá de que también puedan ser disfrutados en otra etapa. Y espero que con sus argumentos de islas perdidas y piratas malvados, de calles oscuras y misterios envueltos en tinieblas, el joven lector encuentre una verdad más profunda y valiosa que la del entretenimiento: la de que frente a lo inevitable del destino, siempre se levantará audaz la voluntad de quien persigue sus sueños.

GONZALO FERRADA
- Periodista y profesor de literatura -

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