"LA ABRAZOLINERA" (1ª Parte)
"La abrazolinera”. Las letras blancas sobre fondo rojo coronaban la pequeña edificación donde antes había existido una tienda de ultramarinos. Ese cartel suponía el único indicio de vida en aquella carretera gris y solitaria, en medio de la nada. Las perspectivas de éxito de tan quijotesco negocio eran mínimas.
"La abrazolinera”. Las letras blancas sobre fondo rojo coronaban la pequeña edificación donde antes había existido una tienda de ultramarinos. Ese cartel suponía el único indicio de vida en aquella carretera gris y solitaria, en medio de la nada. Las perspectivas de éxito de tan quijotesco negocio eran mínimas.
“El coche estresa mucho. Aquí los conductores podrán descansar durante unos minutos y recibir el reconfortante abrazo de un desconocido, mientras toman un refresco y un trozo de tarta”. Ante tal enérgico reclamo de Virginia, Inés asumió que definitivamente su madre vivía en una realidad paralela. Y, aunque intentó persuadirle para evitar un derroche innecesario de dinero y energía, al final cedió y se implicó para aportar un mínimo de cordura a aquel sueño suicida.
Durante semanas, ella y Mateo ayudaron a su madre a acondicionar la pequeña caseta. Y a medida que "La abrazolinera" tomaba forma, el silencio entre los hermanos se iba viendo interrumpido primero con tímidas sonrisas y, después, con confesiones entre cigarrillo y cigarrillo, entre pincelada y pincelada. Fue en esas cálidas tardes de septiembre cuando el joven confesó su amor por otro hombre, ante la comprensiva mirada de Inés, quien algo se olía desde los tiempos en que peleaban en pañales. Ella tampoco quiso seguir escondiendo que no era feliz en su matrimonio y que lo único que le ataba a ese marido zángano y alcohólico eran sus hijos. Desnudos el uno frente al otro, sin la distancia que se habían impuesto tras la marcha de su padre, parecían dos amigos íntimos dispuestos a recuperar el tiempo perdido.
Durante semanas, ella y Mateo ayudaron a su madre a acondicionar la pequeña caseta. Y a medida que "La abrazolinera" tomaba forma, el silencio entre los hermanos se iba viendo interrumpido primero con tímidas sonrisas y, después, con confesiones entre cigarrillo y cigarrillo, entre pincelada y pincelada. Fue en esas cálidas tardes de septiembre cuando el joven confesó su amor por otro hombre, ante la comprensiva mirada de Inés, quien algo se olía desde los tiempos en que peleaban en pañales. Ella tampoco quiso seguir escondiendo que no era feliz en su matrimonio y que lo único que le ataba a ese marido zángano y alcohólico eran sus hijos. Desnudos el uno frente al otro, sin la distancia que se habían impuesto tras la marcha de su padre, parecían dos amigos íntimos dispuestos a recuperar el tiempo perdido.
Desde el día en que el negocio abrió sus puertas, Virginia contó con la ayuda desinteresada de sus hermanas mellizas Teresa y Alicia. A pesar de superar los 60 años, las tres madrugaban para preparar pasteles con la ilusión de unas adolescentes. Después, se turnaban para seguir cocinando y abrazar a los visitantes que, atraídos por la curiosidad ante aquel cartel tan llamativo como confuso, detenían su coche en el recinto. Más de una vez se vieron obligadas a aclarar, abochornadas, que aquello no era un prostíbulo. Y es que a la gente le costaba entender que esas amables mujeres entraditas en años ofrecieran sus dulces y sus achuchones sólo a cambio de “la voluntad”.
Lo que no previeron es que la voluntad del ser humano es, en general, egoísta y codiciosa. Así, tras meses de pérdidas económicas y algún que otro susto, Virginia se vio obligada a cerrar "La abrazolinera". La última noche, prefirió quedarse sola y a oscuras entre aquellas mesas vacías. Y no pudo evitar llorar desconsoladamente. Había fracasado en su intento por sacar adelante aquella empresa altruista, el único proyecto que había conseguido sacarle del pozo en el que se encontraba desde que su esposo tomara las de Villadiego. Sus hijos tenían razón: no era más que una vieja con pájaros en la cabeza; una ilusa que hacía el ridículo.
El ruido de varios vehículos le sacó de sus pensamientos. Al asomarse al exterior se encontró algo que no esperaba: allí estaban sus hermanas, sus amigos, sus hijos y sus nietos con una enorme pancarta improvisada en la que se podía leer “estamos orgullosos de ti”. Y fue entonces cuando Inés y Mateo se le acercaron y los tres se fundieron en un largo abrazo.
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