miércoles, 4 de diciembre de 2013

TROTAMUNDOS: UN PASEO POR EL INFIERNO

Resulta muy normal sentirnos atraídos por las obras culturales (películas, libros, música, etc.), que dejan un poso de optimismo y bienestar. Pero todos sabemos que la vida no es un camino de rosas y si únicamente dirigiésemos nuestra mirada hacia aquellos aspectos positivos, acabaríamos teniendo una visión distorsionada de la realidad, ante la que muchas veces, terminaríamos chocando. En la magnífica novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert, su protagonista principal, Emma Bovary, resulta ser un personaje profundamente infeliz y atormentado, a pesar de que en un principio lo posee todo para ser una persona plenamente feliz. Y es que desde muy temprana edad, la joven amante se forja una personalidad y una visión del mundo que bebe directamente de los libros románticos y principescos que lee. Sin embargo, la madurez termina por demostrarle que ese mundo idílico y fantasioso es tan irreal como lo es un cuento de hadas y ella termina convirtiéndose en un ser frustrado y melancólico. Creo que este argumento viene pintiparado para intentar defender que a menudo es muy saludable asomarse con la imaginación a esa parte menos agradable e idílica de la existencia, que una bajada a los infiernos puede ser algo que a la larga resulte muy beneficioso y saludable para nuestra conciencia como lectores y personas. A este ámbito de creación pertenece una de las novelas que más he releído, aunque no fuese precisamente bello lo que narraba: Frankenstein, de Mary Shelley.

Este espeluznante relato está estructurado como una moneda con sus dos caras, una peligrosa alma de doble filo que apunta directa a lo más oscuro de nuestro corazón. Y así como en el famoso cuento Alicia atraviesa el espejo para ver la realidad desde otro punto de vista, Mery Shelley teje una historia que pivota en torno a un mismo argumento, pero a medida que avanza nos obliga a contemplar la escena desde dos perspectivas bien diferentes. En la primera parte, la trama progresa en torno al obsesivo y tormentoso experimento que decide emprender el joven estudiante y científico Frankenstein, quien cegado por su empresa imposible llega a aislarse del mundo que le rodea con el afán de crear vida humana a partir de materia muerta para terminar dando forma a una bestia inmunda y repulsiva. “Los sueños de la razón producen monstruos”, es una cita que se utiliza bastante para referirse a la época del Romanticismo, y eso exactamente es lo que le sucede al personaje de la novela. El doctor Frankenstein queda horrorizado y paralizado al comprobar lo que sus manos humanas han sido capaces de crear: algo que escapa a la razón, un ser sobrenatural y artificial, pero no por ello menos real.

Ser diferente
Aunque quizás más inquietante aún que este demoníaco nacimiento, es el intento infructuoso que trata de llevar a cabo Víctor para liberarse de su presencia: una huida hacia adelante interminable, tortuosa y autodestructiva; desde negar su existencia, hasta viajar lejos o tratar de negociar una salida feliz con ella. Pero nada resulta y uno tiene la sensación de que puede que en realidad conseguir eso es algo imposible; que lo que Víctor creó aquella noche no era más que una sombra de su propia existencia, un reflejo oscuro que le perseguirá el resto de su vida y que aparecerá en los momentos más inesperados para arrebatarle todo aquello que más quiere: su familia, sus amigos, su ilusión por la vida. Pero antes de llegar a esa impresión, justo a mitad de relato, la novela da un vuelco y nos muestra esa misma realidad desde un punto de vista diferente e inesperado: el del propio monstruo, el de alguien infrahumano condenado a vivir una existencia humana, ajena.

La historia del monstruo, contada y sufrida por él mismo en primera persona, encierra todo aquello que aborrecemos como personas: el rechazo, el miedo, la soledad... Al poco de ser creado y tomar conciencia de sí mismo, lo único que se propone es ser aceptado y comprendido por el mundo al que ha sido arrojado. Pero pronto comprende que esto es algo imposible, sencillamente por su aspecto, por el hecho de ser diferente. Ésta es la verdadera razón de su tragedia y el origen de todo su sufrimiento, pues su capacidad de amar y respetar al prójimo es superior en muchos casos al de las personas que va encontrando. Y esa necesidad de amar, esas ansias de querer y sentirse parte de algo terminan por trocarse en odio, violencia y destrucción hacia todo lo que le rodea, en ansias de venganza hacia aquella persona que le dio la vida, condenándole al mismo tiempo a vivir en un infierno insoportable. Así que más que su aspecto o su imagen, es más el rechazo, la soledad y la frustración que siente en su interior lo que terminan por condenarlo a ser una bestia infernal y malvada.
Resulta curioso y sorprendente lo real que puede llegar a ser un relato fantástico como éste, que leído con interés y atención, es capaz de alumbrar muchos de los recovecos que forman ese infierno al que muchas veces preferimos volver la vista. Pero lo cierto es que nos guste o no, esa realidad esta ahí, desgraciadamente forma parte de nosotros y asomarse a las páginas de este clásico de la literatura universal permite conocerla de primera mano, como una confesión maldita susurrada al oído. Puestos a fantasear, si Emma Bovary de joven hubiese leído Frankenstein, Flaubert hubiese tenido que pensar un final menos trágico. Y es que el infierno, como dicen del Paraíso, también salva.

GONZALO FERRADA
- Periodista y profesor de literatura -

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