sábado, 15 de junio de 2013

ESAS PEQUEÑAS COSAS: UNA REFLEXIÓN COMO OTRA CUALQUIERA SOBRE EL AMOR

Ustedes se preguntarán: ¿y por qué le ha dado ahora a este hombre por hablar sobre un concepto tan amplio como el amor? ¿Tanto se aburre? ¿Será el final de la primavera, que la sangre altera? ¿Habrá bebido? En realidad, la promotora involuntaria de este artículo es mi amiga Rosa Romero. Hace unos días me sorprendía con una afirmación de esas que se quedan grabadas en la memoria. Me dijo: “las medias naranjas no existen; se hacen poco a poco”. Y, antes de que penséis mal, os aclaro que ella también iba sobria. Así, sin pestañear, se cargó con sólo 26 caracteres la romántica imagen que siempre ha rodeado al cítrico que busca su otra mitad. Su teoría no es descabellada: defender la idea de que las personas podemos encajar las unas con las otras como piezas de puzzle reduciría al género humano a una suerte de figuras cerradas y autómatas en las que no cabe evolución ni posibilidad de cambio. 
 
No obstante, defender el amor como un concepto que hay que construir progresivamente abre un abanico de opciones que, lejos de la quimera naranjil, convierte su búsqueda en un mar de dudas: ¿dónde termina el esfuerzo y comienza el conformismo? ¿qué papel juega el miedo al fracaso? ¿cuándo uno puede estar seguro de que el otro siente lo mismo? ¿cuál es el último estadio de ese proceso, si es que hay un final?
Recuerdo haber escuchado decir al escritor Antonio Gala que en una pareja siempre hay uno que quiere más que el otro. Él los divide en “el amante” y “el amado”. Aunque a priori presumimos mayor generosidad y entrega en los actos del primero, ¿quién nos asegura que el segundo no es más sincero o, dicho de otra manera, ama mejor, aunque de un modo menos tangible? ¿Por qué nadie ha inventado todavía una máquina para medir las emociones? Se simplificarían las relaciones, desde luego; pero al mismo tiempo serían demasiado frías y mecánicas. Porque, no nos engañemos, no es posible amar sin riesgo, sin temor a perder (y a veces a ganar), sin ponernos a prueba y sin dejarse llevar. Y no existen reglas. Hoy eres la víctima y mañana el verdugo. Si recurrentemente ocupas el mismo rol, es fácil que tengas un grave problema.
Conozco personas que después de muchos intentos, han encontrado la estabilidad al lado de alguien que, quizá en otras circunstancias, nunca habría sido una opción. Talvez las experiencias anteriores nos ayudan a discriminar, a calibrar nuestros gustos y necesidades, a huir de las espinas y restarle fantasía al asunto (¡Cuánto daño han hecho las historias de princesas resignada, sapos, príncipes azules y ángeles en pañales que disparan flechas por doquier!). Un sabio terminaría muy rápido la discusión con una frase del tipo: el amor, como todo, se debe tasar en el momento y el lugar concretos en el que surge. Y, en efecto, no buscamos lo mismo a los veinte años que a los treinta ni a los cincuenta. Afortunadamente, los tropiezos ayudan y el dolor hace callo. Pero esa explicación no responde a una de mis inquietudes: ¿cómo se puede estar convencido de que esa entrega mutua, sobre la que parece girar el mundo, no es fruto del conformismo, el miedo o la costumbre?
Pasión, sexo, amistad… Inviable que el amor transite por un camino recto, sin dar bandazos y, a menudo, salirse de la senda para confundirse con otras nociones igual de difusas. Subidas y bajadas, arranques de caballo y frenadas de burro, curvas y, en algunos tramos, calma, tranquilidad y línea recta. También peajes, cómo no. Si se continúa es porque merece la pena el viaje. Y si la compañía no es grata, el sentido común invita a cambiar de copiloto. O incluso a seguir solo. Ay, soledad, esa palabra que aterroriza y tanto enseña. Es curioso; ha llegado un punto en que no sé si hablo del amor o de la vida… 
 
Por si todavía no lo han notado, se lo diré bien claro: quien escribe es un idealista. Los conceptos, o son puro o no sirven. Y no entiendo el amor si no es real, lo cual suena a una incongruencia. En ocasiones nos definimos como exigentes cuando la palabra correcta es cobardes; otras, no sabemos qué queremos o somos incapaces de reconocerlo cuando lo tenemos delante de nuestras narices. Sea usted de los que creen que el tren pasa únicamente una vez o que hay tantos como nubes en el cielo, quizá lo que le falte sea arrojo y le sobre transcendentalismo. Nos aterra quedarnos solos, pero también meter la pata, hacer el ridículo o que nos hagan daño. Y ahí estriba el error. Cosificar el amor es como pretender comprender la muerte. No hay una definición universal ni unas reglas del juego. Cada cual se debe guiar por su instinto y, en la medida de lo posible, deshacerse de los lastres que frenan y generan frustración. Equivocarse es lícito, sufrir es natural y resurgir es el camino para volver a probar. Un amor, dos, tres, quince, treinta… A la postre, la cifra es una mera anécdota. Sinceridad, señores. Honestidad cuando se apaga la luz y uno, sin jueces ni espectadores, se encuentra cara a cara con sus emociones.
El amor, en definitiva, es compartir un proyecto común; los términos y las motivaciones son tan variados y personales que, después de escribir este artículo, simplemente les diría que ni los analicen. ¿Para qué? Total, nunca van a conseguir descifrarlo. Así es que vivan, sientan y amen tanto como sean capaces.

2 comentarios:

Almudena G. Páramo dijo...

No hay reglas, salvo dos: no confundir amor con pasión, y no dejarse llevar por una pasión cuando se vive una historia de amor.
Lo demás, como bien decía tu amiga, se va construyendo. Si los dos se quieren y son inteligentes, pondrán por delante lo ineludible, y se olvidarán de "quien puso más" para disfrutar de lo que tienen entre los dos.
La suma de uno más uno siempre es más que dos.

Anónimo dijo...

Qué gran verdad!

Pasada de foto!!!

Debéis volver a LA!! Cut!

soyunencanto