Que la literatura se nutre de la realidad es algo más que evidente y constatable: el mundo que nos rodea es una hoja en blanco sobre la que nuestra fantasía garabatea y escribe en tinta negra nuevas historias. Sin embargo, y esto es lo realmente inquietante, a menudo parece que este ejercicio se produce a la inversa y es entonces la realidad la que parece mimetizar temas y motivos más propios de temas librescos que de nuestra cotidianidad. De súbito, un objeto, un lugar o una persona tienen la capacidad de evocar en nuestra imaginación un mundo fabuloso y nos trasportan a un lugar que se eleva más allá de lo que nuestros ojos son capaces de percibir. Y en ese momento tenemos la sensación de ser personajes invitados a una velada imaginaria relatada exclusivamente para nosotros: la imaginación, la sugerencia y los sueños extienden su alfombra roja para hacernos sentir privilegiados espectadores que llegan a una fiesta sorpresa justo a esa hora exacta y precisa en que la vida parece querer disfrazarse con algún traje especial, alquilado justo para la ocasión.
Existe en Valencia, frente a la Estación del Norte, un lugar que tiene la virtud de provocar en mí la situación descrita. De un edificio alto y antiguo situado justo enfrente de las vías de tren, cuelga un viejo y destartalado cartel que anuncia: “Detectives Orbe”. Está escrito en letras luminosas y coloridas, pero rodeadas de un áurea decadente y decrépita, de manera que si no pusiera lo que pone, bien se podría creer que se está frente a un sucio y barato burdel suburbial. Uno quisiera, cuando pasa bajo el cartel, sentarse a esperar a que salga del edificio un sabueso enfundado en una gabardina tan gris como los días de lluvia en busca de un caso difícil de resolver.
También en esta ciudad, como en todas las ciudades, existen bares y lugares mágicos que parecen invitarnos a realizar estos viajes ficticios. En mis años de universitario acudí algunas noches con un buen amigo a un bareto en el que un singular y entrañable barman servía bebidas alcohólicas a toda un fauna nocturna y solitaria que acudía a esa barra a ponerse a tono mientras vomitaba sus penurias y miserias a cualquiera que quisiera escuchar. Un lugar de soledades compartidas, un cobijo contra la tormenta de rutinas diarias y obligaciones. Intuyo que aquel camata, de semblante cándido y bonachón, sabía más de psicología y de la vida que cualquier profesor universitario o terapeuta especializado.
(A mi amigo Eliseo, por compartir conmigo, como clientes o camareros, muchas horas en bares tan reales como mágicos).
Existe en Valencia, frente a la Estación del Norte, un lugar que tiene la virtud de provocar en mí la situación descrita. De un edificio alto y antiguo situado justo enfrente de las vías de tren, cuelga un viejo y destartalado cartel que anuncia: “Detectives Orbe”. Está escrito en letras luminosas y coloridas, pero rodeadas de un áurea decadente y decrépita, de manera que si no pusiera lo que pone, bien se podría creer que se está frente a un sucio y barato burdel suburbial. Uno quisiera, cuando pasa bajo el cartel, sentarse a esperar a que salga del edificio un sabueso enfundado en una gabardina tan gris como los días de lluvia en busca de un caso difícil de resolver.
Philip Marlowe
El cartel de detectives, el romántico y cálido bar, la chica de oficina que tiene una doble vida, el altivo y rico fanfarrón especulador que gana millones diarios para llorar por las noches su soledad… todos estos elementos son los que utiliza el género de la novela negra para mostrar esa otra parte de la realidad que recorre las calles de una ciudad cansada de sí misma, de sus horarios, de sus obligaciones, de sus traiciones y sus ansiedades. Por eso considero que es muy aconsejable asomarse a las páginas de una buena novela de este género. Recientemente he tenido ocasión de hacer lo propio con todo un clasicazo, El largo adiós, de Raymond Chandler. He de confesar que no he tenido la sensación de estar ante una obra maestra, pero mientras recorría sus párrafos y capítulos, no he podido evitar esbozar varias sonrisas al reconocer situaciones y caracteres con los que me he topado más de una vez.
Esa mirada ácida, irónica y corrosiva que vierte su personaje principal, Philip Marlowe, sobre una sociedad atrapada en sus miserias y contradicciones, creo que es para el lector algo muy saludable, una advertencia, una llamada de atención que nos recuerda que, como suele decirse, a veces las cosas no son lo que parecen. Que bajo el distinguido y acicalado traje de chaqueta y corbata puede esconderse el más rufián y alcohólico de los personajes; que las largas cabelleras rubias platino que adornan las cabezas de bellas y poderosas mujeres ocultan las alas de ángeles caídos e indefensos; que el misterio más grande del mundo que habitamos está en las cosas más sencillas: en el bar de la esquina, en el vecino que no saluda, en los días que escapan de nuestras manos. Que tras la aparente sensación de tranquilidad y sosiego que envuelve nuestra rutina se camufla una vida que, en realidad, se asemeja mucho a un misterioso caso detectivesco. Por supuesto, un caso que nunca cerraremos del todo. Un auténtico y eterno caso por resolver.
(A mi amigo Eliseo, por compartir conmigo, como clientes o camareros, muchas horas en bares tan reales como mágicos).
GONZALO FERRADA
- Periodista y profesor de literatura -
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