más allá de objetos que, a ojos extraños, parecerán vulgares y carentes de valor. La base, profunda y sólida, la ocupan recuerdos de niñez que no se arrugan por mucho peso que se les obligue a sostener: la nana de mi padre, mi manta a cuadros rojos y blancos, las caricias de mi madre, los celos a esa hermana que es mi espejo y mi otra mitad, las despedidas de mis abuelos desde el balcón de su casa, esos Reyes que nunca dejaron de ser mágicos, los comentarios de mi iaia Fina (decía que era un pequeño lord)... Entonces, vivir no era más que un juego.
De la adolescencia guardo experiencias nuevas, miedos propios de ángulos de visión reducidos, un ápice de rebeldía (aunque, muy a mi pesar, siempre me he ajustado en exceso a las normas), y amistades en términos absolutos que, con el tiempo, perdieron fuelle.
En la universidad me ayudaron a alimentar un espíritu crítico que también conservo entre algodones. Y conocí a compañeros de camino que forman parte de mí.
Mis fotografías no pueden faltar. Confío en ellas para recordar cuando la memoria empiece a fallar. No necesito espejo; nunca he sido vanidoso. Prefiero reconocerme mirando a mi familia, quienes saben, casi mejor que yo, cómo soy.
Me llevo la risa de mi tía Marisol, cuya ausencia reveló lo que duele de verdad. También, la mirada cómplice de Gumer, mi abuela; los viajes que me abrieron la mente y me permitieron descubrir realidades lejanas; los libros y las películas que me hicieron soñar; y, también, las personas que me han enseñado a amar de distintas maneras.
En un diminuto bolsillo acumulo mi correspondiente cuota de secretos, cada vez menos, y frustraciones, cada vez más; los unos y los otros, bien cerrados para que no destiñan y manchen los otros compartimentos.
A medida que me hago mayor, almaceno contados objetos. ¿Será la madurez, que me ha hecho más selectivo? ¿O quizás me he dado cuenta de que no son tantas las cosas que merecen ser archivadas? Aún así, reservo mucho espacio, todavía, para nuevas sensaciones, nombres y sorpresas. Estoy dispuesto a llenarla hasta que revienten las costuras. Y eso sí, lo que entra, no sale. Los errores y las lágrimas también deben tener su lugar.
Y aunque por mis palabras pueda parecer lo contrario, mi maleta es pequeñita, como este blog, como yo. Si alguna vez, por esas casualidades del destino, la pierdo y usted la encuentra, ¡por favor, no la desprecie!; en ella está mi vida.
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