Un ejercicio literario muy interesante es el de analizar todos esos seres monstruosos y abominables que nos ha dado el mundo del libro, el cine, el cómic... Sobre todo porque, por muy sobrenaturales, terroríficos e inmundos que resulten, no dejan de ser creaciones humanas y en cierto sentido reflejan nuestros propios miedos y angustias.
El famoso Conde Drácula de Bram Stoker es un ser que habita entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, condenado a una eternidad que no otorga paz a su alma. Esta angustia existencial sobre la posibilidad de quedar eternamente condenado es algo tan antiguo como la civilización. Por su parte, la fabulosa novela Frankenstein de Mery Shelley, nos presenta un ser terrorífico al que da vida un simple estudiante, demostrándonos así todo el mal que somos capaces de crear con nuestras propias manos. Los grotescos marcianos que intentan colonizar nuestra tierra en La Guerra de los mundos de H.G Wells son unos seres carentes de piedad, es cierto, pero dotados de una inteligencia fuera de lo común que, desprovista de razón y humanidad, les lleva a aplastar a su enemigo. Algo que nos remite a lo que sucedió en el nuevo continente americano allá por el siglo XV. En definitiva, no deberíamos olvidar que estos fantasmas son “nuestros fantasmas”. Además, han trascendido a la cultura popular, puede que porque necesitemos visualizarlos, bajarlos a nuestra realidad para enfrentarnos a ellos. Este ejercicio de reflexión está muy presente en gran parte de la obra de un autor, Henry James, que nacido y crecido en los EE.UU pronto se traslada a una Europa de la que recoge lo mejor del realismo francés para conjugarlo con elementos del romanticismo inglés, una vez afincado ya en Londres, lugar en el que finalmente termina sus días.
Otra vuelta de tuerca es quizás el relato de terror más logrado de Henry James. El argumento es bastante simple y muchos lectores se sorprenderían de ver lo poco original que puede resultar hoy en día, pues conocemos multitud de películas recientes con trama similar (sin duda, todas ellas inspiradas en el relato de este autor). Una joven institutriz es empleada de un modo un tanto desconcertante en una vieja mansión de campo para hacerse cargo de la educación y el cuidado de dos jóvenes hermanos. Todo transcurre con normalidad y hasta con alegría hasta el momento en que la joven nodriza empieza a tener visiones de extraños personajes que, según descubre, trabajaron antiguamente en aquella casa. Sin embargo, nadie más que ella parece tener esas revelaciones. La sorpresa y asombro inicial que provoca este relato contado en primera persona por la institutriz, termina convirtiéndose en escepticismo e incredulidad para el lector, pues llega un momento en que es inevitable sembrar la duda sobre la veracidad de esas extrañas apariciones que sólo la protagonista percibe. El libro reúne todos los ingredientes que debe tener una buena novela de terror: atmósfera opresiva, personajes enigmáticos, relación maldita entre infancia y muerte y un modo de narrar en el que James dosifica de forma magistral la tensión, con pocas pero certeras advertencias de lo que la trama irá deparando conforme vamos avanzando. El final de la historia queda abierto a varias interpretaciones, pero no cabe duda de que su lectura pone de manifiesto la capacidad que tenemos las personas y nuestra mente para crear mundos extraños, oscuros y la mayoría de veces, irreales.
El pasado mes de julio tuve la oportunidad de realizar un viaje a Londres, al que decidí llevarme esta magnífica novela. El último día visité la abadía de Westminster y allí, entre la tumbas de Shakespeare y Dickens, encontré para mi sorpresa la de Henry James. Una de esas coincidencias que le hacen sospechar a uno sobre el azar que rige la vida. Terminé la novela en el vuelo de regreso a casa. No me gusta volar y por más que lo intento no puedo evitar sentir cierta inestabilidad y angustia a la hora de subir al avión. Sin embargo, el final de Otra vuelta de tuerca me abstrajo de mis inquietudes y tuve un vuelo muy placentero. Al terminar la novela me sorprendí de mi sensación de tranquilidad. Debe de ser que mi fantasma del miedo a volar prefirió quedarse junto a la tumba de Henry James. En su lugar, y junto a mi asiento, había una simpatiquísima pareja de una madre y su hija, que no debía superar los cinco años. La madre se afanaba en que la niña practicara no sólo inglés, sino también francés y hasta alemán. La muchacha respondía con soltura en los distintos idiomas, mientras me lanzaba miradas tímidas y cómplices al mismo tiempo. Y así, entre guiños y sonrisas, emprendimos el aterrizaje atravesando una densa pero fina neblina que intuyo debe de estar hecha del mismo material que nuestros fantasmas.
GONZALO FERRADA
- Periodista y profesor de literatura -
2 comentarios:
Nuestros fantasmas pueden llegar a ser peores que los imaginados en la literatura de terror. Hemos de aprender a domesticarlos, a separarlos de la realidad. Muchas gracias por el post, Gonzalo
Muy entretenido tu artículo Gonzalo.
Como experto en extrañas situaciones azarosas que rigen la vida (recuerda mi anécdota con el conductor de autobús...)aparte del descubrimiento de la tumba de Henry James, me parece descubrir en tu relato algún otro fantasma que te atormenta diferente al del miedo a volar.
¿Cómo llevas el tema de los idiomas? ¿Seguro que había una niña de 5 años hablando 3 idiomas junto a ti en el avión o fue solo fruto de tu imaginación?. Habrá que darle una vuelta de tuerca al asunto...
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