Hace un año las principales plazas de numerosas ciudades de España se llenaron de personas que querían mostrar de manera colectiva su hastío y desencanto hacia la clase política de este país. Con unas elecciones autonómicas y municipales a la vuelta de la esquina, esas multitudes desilusionadas pusieron en jeque al Gobierno y desafiaron a las autoridades. La prensa, en su afán por colocar etiquetas, bautizó este movimiento espontáneo como 15-M. Y no sólo eso: los calificativos que le dedicaban eran muy diferentes según la línea editorial del cada medio. Para algunas cabeceras se trataba de un grupo de vagos, alborotadores y perroflautas antisistema; para otros, una energía imparable, gente comprometida y dispuesta a luchar por un futuro mejor.
Trescientos sesenta y seis días después de aquellas incipientes concentraciones, ni los primeros ni los segundos han variado demasiado su discurso, el Gobierno ha cambiado de color, las calles se han vuelto a llenar de manifestantes y la situación económica es más dramática y desalentadora. Los españoles nos hemos acostumbrado a la fuerza a términos como prima de riesgo, rescate, desahucio, recortes sociales, ERE, subidas de impuestos... Palabras que describen una dura realidad: la de una sociedad a la que le explotó la burbuja inmobiliaria en la cara; la de unas administraciones que gastaron más de lo que podían asumir; la de una juventud sobradamente preparada, pero condenada a arrastrar otra de esas dichosas etiquetas: la de generación perdida.
Siempre he evitado tratar determinados temas en este blog; no por pudor a mostrar mi opinión, sino porque hay asuntos demasiado complejos y creo que puedo hacer el ridículo. Hoy me siento preparado y no me importa si gusta o no lo que escribo. Quizá es porque me irrita ver cómo los políticos, sin elecciones a la vista, no tienen tantos miramientos a la hora de desalojar a los protestantes. También me molesta que los culpables de que el barco vaya a la deriva sigan lanzando balones fuera, echándole la culpa al otro, tomándonos por tontos y aferrándose a sus despachos, escaños, coches oficiales y sueldos vitalicios sin el menor signo de apocamiento. Y lo que ya no tiene nombre es que el único recurso para justificar la mengua de nuestros derechos y el incremento de nuestras obligaciones sea apelar a nuestro sentido de la responsabilidad y, de manera camuflada, fomentar el miedo. Miedo a que Europa nos de la patada de esa unión que aprieta y arrastra, pero que por ahora no ahoga; miedo a que nuestros hijos tengan que hacer el macuto y, como sus abuelos, se vean obligados a emigrar en busca de las oportunidades que en su casa se les niega; miedo a que los ahorros de toda una vida se desvanezcan o a llegar a viejos sin pensión ni asistencia médica que valga; miedo a que España se vuelva a romper en dos, o en tres, o en mil pedazos... El miedo siempre ha sido un buen calmante para las masas enfervorizadas. Pero, ¿y cuando no se tiene nada que perder?
Trescientos sesenta y seis días después de aquellas incipientes concentraciones, ni los primeros ni los segundos han variado demasiado su discurso, el Gobierno ha cambiado de color, las calles se han vuelto a llenar de manifestantes y la situación económica es más dramática y desalentadora. Los españoles nos hemos acostumbrado a la fuerza a términos como prima de riesgo, rescate, desahucio, recortes sociales, ERE, subidas de impuestos... Palabras que describen una dura realidad: la de una sociedad a la que le explotó la burbuja inmobiliaria en la cara; la de unas administraciones que gastaron más de lo que podían asumir; la de una juventud sobradamente preparada, pero condenada a arrastrar otra de esas dichosas etiquetas: la de generación perdida.
Siempre he evitado tratar determinados temas en este blog; no por pudor a mostrar mi opinión, sino porque hay asuntos demasiado complejos y creo que puedo hacer el ridículo. Hoy me siento preparado y no me importa si gusta o no lo que escribo. Quizá es porque me irrita ver cómo los políticos, sin elecciones a la vista, no tienen tantos miramientos a la hora de desalojar a los protestantes. También me molesta que los culpables de que el barco vaya a la deriva sigan lanzando balones fuera, echándole la culpa al otro, tomándonos por tontos y aferrándose a sus despachos, escaños, coches oficiales y sueldos vitalicios sin el menor signo de apocamiento. Y lo que ya no tiene nombre es que el único recurso para justificar la mengua de nuestros derechos y el incremento de nuestras obligaciones sea apelar a nuestro sentido de la responsabilidad y, de manera camuflada, fomentar el miedo. Miedo a que Europa nos de la patada de esa unión que aprieta y arrastra, pero que por ahora no ahoga; miedo a que nuestros hijos tengan que hacer el macuto y, como sus abuelos, se vean obligados a emigrar en busca de las oportunidades que en su casa se les niega; miedo a que los ahorros de toda una vida se desvanezcan o a llegar a viejos sin pensión ni asistencia médica que valga; miedo a que España se vuelva a romper en dos, o en tres, o en mil pedazos... El miedo siempre ha sido un buen calmante para las masas enfervorizadas. Pero, ¿y cuando no se tiene nada que perder?
Hace unas semanas, el suicidio de un jubilado griego agobiado por sus problemas económicos frente al Parlamento de su país conmocionó a una opinión pública cansada y castigada por una crisis mundial basada en conceptos y corrientes de capital que nos resultan ajenos y difíciles de entender a la gran mayoría de los mortales. La sensación de que unos pocos mueven los hilos en su propio beneficio y que, incluso, saben sacar tajada a estos tiempos de incertidumbre y depresión, se extiende y cabrea. Nos dicen que no hay dinero en las arcas públicas y, por eso, limitan el gasto social y racanean recursos en necesidades de primer orden como la educación o la sanidad; y, sin embargo, utilizan nuestros impuestos para rescatar entidades bancarias que hicieron su agosto a costa de quienes ahora andan con el agua al cuello y castigan a sus directivos ineficaces con indemnizaciones millonarias. Las promesas electorales se transforman en mentiras; las ruedas de prensa se convierten en mitines al no admitirse preguntas; los casos de corrupción inundan las páginas de los periódicos y, en algunos casos, se saldan con sentencias sospechosas; no sólo no se crea empleo, sino que los agujeros sin fondo de las Administradores Públicas lo destruyen al no poder afrontar deudas ni cumplir con ayudas y financiaciones; y, como guinda del pastel, quien más debería predicar con el ejemplo, en nuestro caso la Familia Real, demuestra una actitud menos ejemplar de lo exigible. Con este panorama, resulta más que justificado que la gente está harta y entone cánticos como "no hay pan para tanto chorizo" o "no nos representan".
Hace doce meses, el mundo miraba de reojo la Spanish revolution con una mezcla de curiosidad y esperanza. Dada la proximidad de la Primavera árabe, fenómeno capaz de tumbar regímenes totalitarios en lugares con menos "libertad", fueron por primera vez los poderes políticos y económicos los que se aterrorizaron ante el pueblo unido. Probablemente tenían parte de razón quienes acusaban al 15-M de ser una corriente más pasional que racional y de carecer de unos objetivos concretos y factibles. Pero todos esos jóvenes y menos jóvenes (los tan de moda iaioflautas), fueron capaces de emocionar a muchos con su ensordecedor y desafiante grito mudo al comienzo de una jornada de reflexión digna, por una vez, de su nombre. Luego vendrían los votos, la decepción, volver a ser números, pequeños disturbios injustificables, campañas de descrédito... El ser humano tiene esa extraña manía de cosificarlo todo y cambiar el foco cuando los medios miran hacia otro lado. Nos manipulan sí, aunque es más triste que les dejemos hacerlo.
Cuando hace ya casi cuatro años creé este blog, decidí llamarlo Y qué pequeño soy yo precisamente por esa sensación de indefensión. Para reforzar esa idea, le añadí un subtítulo: "Un diminuto refugio en un mundo cada vez más intransitable". Y todavía la crisis no había asomado la patita... Por eso, no sólo comprendo que ante el panorama actual surja un movimiento como el 15-M, sino que además me reconforta y me siento orgulloso. Seguimos vivos, no estamos dispuestos a tragar con todo y queremos ejercer, al menos, nuestro derecho al pataleo. Talvez no tengamos la fortaleza para romper el bipartidismo, ni para evitar los abusos y deferencias injustificadas de las entidades bancarias, ni siquiera para ganarnos el respeto de quienes nos miran con desprecio. Lo que nos queda es nuestra dignidad. Y lo dice una persona que sólo ha estado en Sol un par de ratos. Pero, sí, creo en el cambio.
De momento, he dejado de seguir en Twitter las cuentas de todos los políticos, independientemente de su color. En otros medios no puedo evitar su propaganda, pero en mis plataformas 2.0 elijo yo. Confío en que, antes o después, alguna formación imponga el sentido común a los intereses propios. Seguramente le costará ganarse el respeto del electorado y, sobre todo, de las fieles parroquias que, a derecha e izquierda, repiten como loros las consignas de tertulianos televisivos más papistas que el propio Papa. Tampoco puede ser tan complicado. Se trata de revisar una Ley Electoral que favorece a las grandes formaciones y hace que todos los votos no valgan lo mismo; de meter la tijera en partidas secundarias y gastos de representación, subvenciones desproporcionadas, instituciones duplicadas y sueldos vitalicios; de reclamar con urgencia deudas fiscales a entidades que, como los clubes de fútbol (752 millones de euros deben a Hacienda, ni más ni menos), cuentan con plazos más flexibles de lo razonable; de que, de verdad, la justicia sea igual para todos; de que los representantes públicos respondan por sus actos y sus malas gestiones, y que, por supuesto, las listas de candidatos no puedan incluir a imputados en casos de corrupción... Creo que estas reclamaciones, y otras muchas, son razonables y deberían ser compartidas por todos, independientemente de la ideología. Nos irá mejor si, algún día, el hecho de pillarle una mentira a un político signifique el inmediato final de su carrera.
Hablar del 15-M sin utilizar la palabra "indignación" no me ha resultado fácil, pero lo he hecho a conciencia. El diccionario de la RAE la define de la siguiente manera:
No creo que el 15-M sea un movimiento impetuoso, violento, ni mucho menos irreflexivo. Más bien, todo lo contrario. Es verdad que, durante años, los españoles nos pusimos la venda en los ojos y disfrutamos de un tren de vida insostenible sin preguntar de dónde salía el dinero y sin pensar en el mañana. Pero no es menos cierto que, en la situación actual, protestar y reclamar explicaciones no es sólo un derecho, sino incluso una obligación para una sociedad con ganas de salir adelante. No se les puede pedir menos a unos ciudadanos que han perdido la confianza en sus gobernantes.
Engañados, castigados, defraudados, infravalorados, desinformados... Así nos sentimos muchos, con o sin etiquetas. Aunque quiero acabar este artículo con otro adjetivo: esperanzado. Si no, mal vamos.
Fotografías: Rebeca Mateos
Hace doce meses, el mundo miraba de reojo la Spanish revolution con una mezcla de curiosidad y esperanza. Dada la proximidad de la Primavera árabe, fenómeno capaz de tumbar regímenes totalitarios en lugares con menos "libertad", fueron por primera vez los poderes políticos y económicos los que se aterrorizaron ante el pueblo unido. Probablemente tenían parte de razón quienes acusaban al 15-M de ser una corriente más pasional que racional y de carecer de unos objetivos concretos y factibles. Pero todos esos jóvenes y menos jóvenes (los tan de moda iaioflautas), fueron capaces de emocionar a muchos con su ensordecedor y desafiante grito mudo al comienzo de una jornada de reflexión digna, por una vez, de su nombre. Luego vendrían los votos, la decepción, volver a ser números, pequeños disturbios injustificables, campañas de descrédito... El ser humano tiene esa extraña manía de cosificarlo todo y cambiar el foco cuando los medios miran hacia otro lado. Nos manipulan sí, aunque es más triste que les dejemos hacerlo.
Cuando hace ya casi cuatro años creé este blog, decidí llamarlo Y qué pequeño soy yo precisamente por esa sensación de indefensión. Para reforzar esa idea, le añadí un subtítulo: "Un diminuto refugio en un mundo cada vez más intransitable". Y todavía la crisis no había asomado la patita... Por eso, no sólo comprendo que ante el panorama actual surja un movimiento como el 15-M, sino que además me reconforta y me siento orgulloso. Seguimos vivos, no estamos dispuestos a tragar con todo y queremos ejercer, al menos, nuestro derecho al pataleo. Talvez no tengamos la fortaleza para romper el bipartidismo, ni para evitar los abusos y deferencias injustificadas de las entidades bancarias, ni siquiera para ganarnos el respeto de quienes nos miran con desprecio. Lo que nos queda es nuestra dignidad. Y lo dice una persona que sólo ha estado en Sol un par de ratos. Pero, sí, creo en el cambio.
De momento, he dejado de seguir en Twitter las cuentas de todos los políticos, independientemente de su color. En otros medios no puedo evitar su propaganda, pero en mis plataformas 2.0 elijo yo. Confío en que, antes o después, alguna formación imponga el sentido común a los intereses propios. Seguramente le costará ganarse el respeto del electorado y, sobre todo, de las fieles parroquias que, a derecha e izquierda, repiten como loros las consignas de tertulianos televisivos más papistas que el propio Papa. Tampoco puede ser tan complicado. Se trata de revisar una Ley Electoral que favorece a las grandes formaciones y hace que todos los votos no valgan lo mismo; de meter la tijera en partidas secundarias y gastos de representación, subvenciones desproporcionadas, instituciones duplicadas y sueldos vitalicios; de reclamar con urgencia deudas fiscales a entidades que, como los clubes de fútbol (752 millones de euros deben a Hacienda, ni más ni menos), cuentan con plazos más flexibles de lo razonable; de que, de verdad, la justicia sea igual para todos; de que los representantes públicos respondan por sus actos y sus malas gestiones, y que, por supuesto, las listas de candidatos no puedan incluir a imputados en casos de corrupción... Creo que estas reclamaciones, y otras muchas, son razonables y deberían ser compartidas por todos, independientemente de la ideología. Nos irá mejor si, algún día, el hecho de pillarle una mentira a un político signifique el inmediato final de su carrera.
Hablar del 15-M sin utilizar la palabra "indignación" no me ha resultado fácil, pero lo he hecho a conciencia. El diccionario de la RAE la define de la siguiente manera:
Engañados, castigados, defraudados, infravalorados, desinformados... Así nos sentimos muchos, con o sin etiquetas. Aunque quiero acabar este artículo con otro adjetivo: esperanzado. Si no, mal vamos.
Fotografías: Rebeca Mateos
1 comentario:
Lo peor de todo, que aun hay gente que no quiere ver,que justifica todo lo que pasa y lo que no pasa,que hablan de perrosflautas,pero no de perrosfalderos (que los hay),entonces mientras no miremos todos en la misma direccion,mal esta la cosa. de todas formas tienes toda la razon del mundo , no importa el color del partido, mientras no se salgan un poco de su propio yo, no haremos nada un beset M.J.
Publicar un comentario