Hablar. Una forma de expresar rápida, fácil y directa. Pero ni única ni indispensable. Podemos entender a través de las miradas y los gestos. Sabemos hilar situaciones sin necesidad de escuchar nada. Si es necesario, la palabra escrita sustituye a la pronunciada. Somos capaces de emocionarnos a través de una sonrisa, de un baile, de la música (aunque sea externa, interpretada en directo por una orquesta). El cine es un negocio, sí. Pero también una forma de contar historias, enseñar y conmover valiéndose de múltiples herramientas, algunas de las cuales se han quedado desfasadas, pero no por ello resultan menos efectistas.
El director Michel Hazanavicius parece haber comprendido estos razonamientos a la perfección. No es casualidad que Francia, el país donde nació el séptimo arte, esté detrás de esta película. Si bien el argumento es poco arriesgado, cada detalle de la narración está cuidado al milímetro y otorga al conjunto robustez y un acabado difícil de mejorar. Los actores protagonistas, Bérenice Bejo y sobre todo el inconmensurable Jean Dujardin (pocas sonrisas han iluminado la pantalla como la suya), cumplen sus roles a la perfección. Sus personajes caminan durante todo el relato con precisión en una fina cuerda que marca el equilibrio entre el éxito y la ambición, entre la alegría y la locura, entre el humor y el drama. Su banda sonora nos hace flotar por escenas que, una tras otra, son pura droga para los cinéfilos. La elección del blanco y negro está más que justificada y le da el definitivo toque de obra maestra que ya se había ganado por sobrados motivos. La han querido comparar con Ciudadano Kane y Cantando bajo la lluvia, entre otras producciones, y quizá beba de éstos y otros referentes, pero le sobra personalidad propia. Ya lo creo que le sobra. Además, llega en un momento en que miramos al pasado con nostalgia y al futuro con miedo, y quizá en otras circunstancias no calaría tan hondo.
El director Michel Hazanavicius parece haber comprendido estos razonamientos a la perfección. No es casualidad que Francia, el país donde nació el séptimo arte, esté detrás de esta película. Si bien el argumento es poco arriesgado, cada detalle de la narración está cuidado al milímetro y otorga al conjunto robustez y un acabado difícil de mejorar. Los actores protagonistas, Bérenice Bejo y sobre todo el inconmensurable Jean Dujardin (pocas sonrisas han iluminado la pantalla como la suya), cumplen sus roles a la perfección. Sus personajes caminan durante todo el relato con precisión en una fina cuerda que marca el equilibrio entre el éxito y la ambición, entre la alegría y la locura, entre el humor y el drama. Su banda sonora nos hace flotar por escenas que, una tras otra, son pura droga para los cinéfilos. La elección del blanco y negro está más que justificada y le da el definitivo toque de obra maestra que ya se había ganado por sobrados motivos. La han querido comparar con Ciudadano Kane y Cantando bajo la lluvia, entre otras producciones, y quizá beba de éstos y otros referentes, pero le sobra personalidad propia. Ya lo creo que le sobra. Además, llega en un momento en que miramos al pasado con nostalgia y al futuro con miedo, y quizá en otras circunstancias no calaría tan hondo.
Por cierto, para los que os lo estéis preguntando: sí, lloré en la escena final.
1 comentario:
Es una película preciosa, muy cuidada en los detalles. Añadiría que la historia también ridiculiza el orgullo de los que a veces no se dejan ayudar por obstinados. Lo esencial no solo es invisible a los ojos, sino que se puede decir también sin palabras.
Un aplauso para 'The Artist'
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