“La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse –esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese-, los dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda”.
Cuando en una novela el lector conoce el desenlace ya desde el primer párrafo, lo único que puede esperar es que el autor relate lo acontecido con maestría y reserve alguna sorpresa, algún golpe de efecto que mantenga el interés.
Asimismo, ante una historia dramática, como es el suicidio de cinco hermanas menores de edad, lo más previsible es que narrador no pueda evitar caer en el sentimentalismo barato.
En Las Vírgenes Suicidas (1993), Jeffrey Eugenides consigue, en primer lugar, captar la atención del lector desde la primera hasta la última página y, además, lo hace sin ingeniosos recursos, sin perder el hilo narrativo ni distraerse con superficialidades. Se dirige a quien lo quiera leer con una honestidad brutal, mostrando todas las cartas a su debido tiempo.
En segundo lugar, Eugenides evita adoptar un tono excesivamente dramático. Describe los acontecimientos con una cierta distancia, sin entrar en juicios de valor ni imponer lecciones morales. Sirve los ingredientes precisos para que el lector saque sus propias conclusiones.
Llevada al cine por Sofia Coppola en 1999, Las Vírgenes Suicidas cuenta la historia de las hermanas Lisbon, cinco niñas pertenecientes a una familia acomodada americana cuyos misteriosos suicidios marcan e inquietan a todos sus vecinos.
Más allá de las causas y las consecuencias de estas misteriosas muertes, lo más interesante de este libro es la sutil crítica que de él se desprende hacia la idiosincrasia del pueblo norteamericano: describe una sociedad hipócrita, que disfraza el sufrimiento e ignora aquello que se sale de la norma. Las hermanas Lisbon se convierten en una amenaza para sus valores dominantes y sus conciencias sugestionadas. El sueño americano se tambalea ante sus ojos. Y, en ese momento, saltan todas las alarmas: es más fácil considerar inadaptado al que pierde el ritmo que hacer autocrítica. Al fin y al cabo, la función debe continuar. Interesante historia, sí señor.
Cuando en una novela el lector conoce el desenlace ya desde el primer párrafo, lo único que puede esperar es que el autor relate lo acontecido con maestría y reserve alguna sorpresa, algún golpe de efecto que mantenga el interés.
Asimismo, ante una historia dramática, como es el suicidio de cinco hermanas menores de edad, lo más previsible es que narrador no pueda evitar caer en el sentimentalismo barato.
En Las Vírgenes Suicidas (1993), Jeffrey Eugenides consigue, en primer lugar, captar la atención del lector desde la primera hasta la última página y, además, lo hace sin ingeniosos recursos, sin perder el hilo narrativo ni distraerse con superficialidades. Se dirige a quien lo quiera leer con una honestidad brutal, mostrando todas las cartas a su debido tiempo.
En segundo lugar, Eugenides evita adoptar un tono excesivamente dramático. Describe los acontecimientos con una cierta distancia, sin entrar en juicios de valor ni imponer lecciones morales. Sirve los ingredientes precisos para que el lector saque sus propias conclusiones.
Llevada al cine por Sofia Coppola en 1999, Las Vírgenes Suicidas cuenta la historia de las hermanas Lisbon, cinco niñas pertenecientes a una familia acomodada americana cuyos misteriosos suicidios marcan e inquietan a todos sus vecinos.
Más allá de las causas y las consecuencias de estas misteriosas muertes, lo más interesante de este libro es la sutil crítica que de él se desprende hacia la idiosincrasia del pueblo norteamericano: describe una sociedad hipócrita, que disfraza el sufrimiento e ignora aquello que se sale de la norma. Las hermanas Lisbon se convierten en una amenaza para sus valores dominantes y sus conciencias sugestionadas. El sueño americano se tambalea ante sus ojos. Y, en ese momento, saltan todas las alarmas: es más fácil considerar inadaptado al que pierde el ritmo que hacer autocrítica. Al fin y al cabo, la función debe continuar. Interesante historia, sí señor.
“Al ver al señor Lisbon colgando las guirnaldas de Navidad, sacudió la cabeza y murmuró algo por lo bajo. Soltó el andador geriátrico que le habían instalado en el primer piso, dio unos pasos a nivel del mar sin ningún tipo de apoyo, y por primera vez en siete años no sintió dolor alguno. Demo nos lo explicó en estos términos: Nosotros los griegos somos gente taciturna. Para nosotros el suicidio tiene sentido. Pero poner luces de Navidad después de que tu hija se ha suicidado, eso sí que no tiene sentido. Lo que mi yia yia no llegó a entender jamás de este país es por qué la gente se empeña en ser constantemente feliz”.
1 comentario:
David, me lo apunto.
El sufrimiento me parece que es parte de la vida. Es imposible estar siempre bien, sería como vivir en "los mundos de Yupi" (una falacia). Y esforzarse por parecer feliz cuando no lo eres creo que te hunde todavía más.
Por otro lado, opino que salirse de la norma es lo más coherente que se puede hacer para no caer en el aburrimiento rutinario de la sordidez y la inercia social.
Gracias por ilustranos con este blog maravilloso
Un abrazo
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