Este singular buzón contiene relatos escritos con ironía, humor, sensibilidad y cierta compasión. Evidentemente, en cada carta se compone un universo autónomo, cerrado, en el que el tiempo se convierte en un personaje más con vida propia; los minutos transcurren como una amenaza. El final, para bien o para mal, se aproxima con paso firme. La muerte, la soledad o la derrota se acercan inexorablemente. Sin embargo, la esperanza aparece disfrazada en algún párrafo, en alguna línea, en la más discreta palabra.
Afortunadamente, Benedetti comparte con nosotros las historias de este buzón de infinito talento y nada, ni siquiera el paso tiempo, debe impedir disfrutar de la lectura de cada página de este compendio con el espíritu reflexivo y la sensibilidad que merece el autor.
“Doña Valentina Palma de Abreu, 49 años, viuda desde sus 41, se despertó bruscamente a las dos de la madrugada. Le pareció que el ruido venía del living. Sin encender la luz, y así como estaba, en camisón, dejó la cama y caminó con pasos afelpados hacia el ambiente mayor del confortable piso. Entonces sí encendió la luz. Tres metros más allá, de pie y con expresión de desconcierto, estaba un hombre joven, de vaqueros azules y gabardina desabrochada.
-¡Hola! –dijo ella. Debido tal vez a la brevedad del saludo, logró no tartamudear.
-Usted perdone –dijo el intruso-. Me habían informado que usted estaba de viaje. Pensé que no había nadie.
-Ah. ¿Y a qué se debe la visita?
-Tenía la intención de llevarme algunas cositas”.
Afortunadamente, Benedetti comparte con nosotros las historias de este buzón de infinito talento y nada, ni siquiera el paso tiempo, debe impedir disfrutar de la lectura de cada página de este compendio con el espíritu reflexivo y la sensibilidad que merece el autor.
“Doña Valentina Palma de Abreu, 49 años, viuda desde sus 41, se despertó bruscamente a las dos de la madrugada. Le pareció que el ruido venía del living. Sin encender la luz, y así como estaba, en camisón, dejó la cama y caminó con pasos afelpados hacia el ambiente mayor del confortable piso. Entonces sí encendió la luz. Tres metros más allá, de pie y con expresión de desconcierto, estaba un hombre joven, de vaqueros azules y gabardina desabrochada.
-¡Hola! –dijo ella. Debido tal vez a la brevedad del saludo, logró no tartamudear.
-Usted perdone –dijo el intruso-. Me habían informado que usted estaba de viaje. Pensé que no había nadie.
-Ah. ¿Y a qué se debe la visita?
-Tenía la intención de llevarme algunas cositas”.
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