Colgó el auricular despacio, con cierta inquietud. Conocía perfectamente a aquella chica y había notado, por su tono de voz, que algo le ocurría. Tal vez esa noche, cara a cara, se atrevería a decírselo.
En contra de la opinión de muchos de sus conocidos, en el fondo Raúl no era una mala persona. Para entender su carácter pesimista, rencoroso, individualista y competitivo, hay que indagar en su infancia. Hijo único en el seno de una familia sin a penas recursos, se crío con sus abuelos maternos. Únicamente veía a sus padres un par de horas al final del día, momento que éstos aprovechaban para discutir por nimiedades y lanzarse todo tipo de improperios, sin preocuparse por cómo aquel comportamiento violento podría afectar al pequeño.
Aunque nunca llegaron a pasar necesidades, Raúl veía con envidia como sus amigos disfrutaban de los bienes materiales a los que el no podía acceder. “Algún día tú conseguirás todo lo que nosotros no hemos podido lograr y serás un hombre rico y poderoso”, le repetía constantemente su padre. “Tienes que ser el mejor”, insistía su madre. En ese contexto, es normal que el niño creciera con una clara ambición: que sus progenitores se sintieran orgullosos de él. Esa era su única meta. No obstante, para ello se vio obligado a renunciar, inconscientemente, a otros valores esenciales, como la solidaridad, el compañerismo y la amistad.
A sus 26 años, había tenido pocas experiencias amorosas. Tenía un físico muy atlético y atractivo, pues era practicaba deportes desde su niñez, pero su arisca personalidad complicaba las cosas. La palabra compromiso no entraba en su vocabulario. Sólo una mujer fue capaz de, como se dice vulgarmente, robarle el corazón y hacerle perder la cabeza: la pequeña Aurora. Sí aquella chica, seis años menor, le rompió todos los esquemas. La conoció por ser la hermana de Juan, un compañero del equipo de fútbol con el que entrenaba. En aquella época, ella acababa de cumplir la mayoría de edad, y asistía con frecuencia a ver los partidos que jugaban. Un día, después de uno de estos encuentros, la joven se acercó a Raúl para felicitarle por la victoria. Desde ese mismo instante, el fornido muchacho cayó preso de un hechizo que perduraría eternamente.
Aurora también sintió una poderosa atracción por Raúl. Así pues, iniciaron una relación muy pasional. Pasaban muchas horas juntos y ella se integró completamente en la pandilla de su novio. Sin embargo, pronto empezó a detectar pequeños indicios de amargura en su interior. Al principio, hizo un esfuerzo por hacerle cambiar. Al fin y al cabo era un buen chico. “Simplemente tiene una visión equivocada de la vida”, se decía. Con el tiempo se dio cuenta de que no podía hacer nada por él y, de repente, se obsesionó con la idea de que tal vez ella acabaría contagiándose de aquella funesta energía. Por ello, decidió que lo mejor era romper y que cada uno siguiera su camino. Él, resignado, aceptó su decisión.
Cinco meses duró aquella historia de amor. Tras la separación, Aurora intentó poner tierra de por medio inútilmente. Raúl se había acostumbrado a apoyarse en ella para lo bueno y para lo malo, y no parecía dispuesto a romper ese vínculo. Consciente de que al joven no le sobraban los amigos, asumió su papel y poco a poco fueron creando las bases de una sólida amistad.
Desde la ruptura había transcurrido más de un año, tiempo en el que Raúl sólo tuvo un breve romance con una compañera de la oficina, quien acabó cogiendo una baja por depresión. Se desconoce su estado de salud anterior a caer en los brazos del joven.
Seguía enamorado de Aurora y no le importaba admitirlo. Pero era consciente de que no tendría una segunda oportunidad con ella. Lo tenía asumido y había conseguido que no le doliese. No obstante, de aquella experiencia había extraído una enseñanza: sí no cambiaba su personalidad, jamás iba a encontrar a alguien capaz de soportarlo. Ese pensamiento sí le atormentaba. Por ello, empezó a acudir con frecuencia a la consulta de un psicólogo. En la primera visita se definió como envidioso, mal compañero, ambicioso, cruel y desconfiado. “La gente me rechaza; siempre lo han hecho. No me gusta ser así. Pero no lo puedo evitar”, le explicó al profesional. Aunque en tres meses de terapia a penas había avanzado, poco a poco se intuía en el hotizonte un nuevo Raúl.
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