lunes, 7 de julio de 2008

LEJOS, MUY LEJOS

-“¿A qué hora sale el avión?”.
-“A las tres de la tarde. Pero tengo que estar un par de horas antes en el aeropuerto. De todas formas, no os preocupéis. Va a llevarme Nacho”.
-“¿Y no podemos ir nosotros también? Somos tus padres”.
-“Mamá, prefiero que no. ¿Qué más da que nos despidamos aquí o en el aeropuerto? Además, quiero aprovechar las últimas horas con Nacho. El pobre está hecho polvo”.
-“¿Qué te crees, que a mi no me afecta que te marches? Es que todavía no lo entiendo… Teniendo un buen trabajo aquí, ¿para qué necesitas irte? ¿Qué se te ha perdido a ti en Rabat? ”.
-“Te lo he dicho mil veces. Es la oportunidad de mi vida”.
-“Es una simple beca. No sería la primera que rechazas”.
-“Se acabó la discusión. Vete de aquí. Me sacas de quicio”.
-“¿No quieres que te ayude a hacer la maleta”.
-“No. Puedo yo sola. Déjame en paz un rato”.
Resignada, pero obediente, la madre dio media vuelta y abandonó la habitación. La relación entre su hija Raquel y ella siempre había sido complicada. Desde pequeña se había comportado como una niña arisca y resentida. Por mucho empeño que puso, nunca consiguió comprender esa actitud. Con la llegada de la pubertad, las cosas no mejoraron. La joven todavía se encerró más en sí misma.
En una ocasión, cuando Raquel tenía quince años, ella y su marido decidieron llevarla a un psicólogo; algo de lo que se arrepentirían durante el resto de sus vidas. Fue terrible escuchar que su hija había desarrollado, inconscientemente, un sentimiento de rechazo hacía ella. La niña la consideraba la culpable de sus inseguridades y sus bajones anímicos. Le asustaba la idea de parecerse algún día a ella. En cambio, adoraba a su padre.
Evidentemente, padre e hija intentaron quitarle hierro al hiriente diagnóstico y decidieron que la terapia había concluido. Sin embargo, la madre fue incapaz de asumir la situación. A partir de aquel momento empezó a incubar una enorme frustración. Su primera reacción fue la de lamentarse. Sentía que había fracasado, que no había sabido demostrar el amor que sentía por la niña. Entonces, volcó todas sus energías en colmar a Raquel de atenciones, hasta el punto de llegar a agobiarla. La relación, lejos de mejorar, degeneró en un continuo intercambio de muestras de cariño, por una parte, y síntomas de hastío, por la otra.
En unos meses, el sentimiento de culpabilidad se transformó en incomprensión, dolor y, finalmente, decepción y rencor. Ella llegó a la conclusión de que había renunciado a su trabajo, a sus ilusiones e, incluso, a sus amistades por sacar adelante a aquella criatura desagradecida. Se había preocupado por que creciera en un ambiente feliz, de que recibiera la mejor educación posible y que no le faltara de nada. Por el contrario, su marido, representante comercial en diferentes países de Sudamérica de una empresa de cerámica, pasaba largas temporadas alejado del hogar familiar. No era justo que la niña la rechazara y, en cambio, idolatrara tanto a su padre. No se merecía ese desprecio. De modo que la distancia que separaba a madre e hija, desde ese momento aumentó aún más y se hizo insalvable.
Ahora Raquel, con 24 años, se marchaba lejos, muy lejos. Nunca lo hubiera reconocido en público, pero no podía engañarse a sí misma: en el fondo le daba igual. Tal vez era una mala madre por ello. En cualquier caso, ese sentimiento ya no le atormentaba. Había aprendido a vivir con la indiferencia de su hija hacia ella.

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