La puerta de la cafetería se abrió y apareció Eduardo. Ella no podía disimular su nerviosismo. Nada más verlo entrar en el local notó como los músculos de su rostro parecían perder movilidad. Aunque luchaba con todas sus fuerzas para que sus labios dibujaran una sonrisa, lo máximo que consiguió fue una mueca de estupor. Instantáneamente se esfumó la rabia acumulada durante los veinte largos minutos que el chico se había retrasado. Deseaba abrazarlo, anhelaba tocarlo. Sin embargo, era consiente de que tendría que conformarse simplemente con un frío beso en el rostro. Tal vez esa sería su última oportunidad para recuperarlo, pensó.
Eduardo entró apresuradamente. Automáticamente dirigió su mirada hacía la mesa donde tantas veces habían pasado tardes enteras cogidos de las manos y desgastando su amor. Su efímera pasión. Allí estaba ella, con la mirada huidiza, con la sonrisa dubitativa, con las manos temblorosas. Él se dirigió hasta su sitio y, sin dejar que se levantara de su silla, le dio un cordial beso en cada mejilla, al tiempo que se disculpaba por su tardanza. “El tráfico”, se excusó. Quizás hubiera sido más honesto reconocer que hasta el último momento se estuvo planteando si procedía acudir a esa cita. Ese había sido el auténtico motivo de su impuntualidad.
-“¿Para qué querías verme”, preguntó Eduardo inmediatamente.
Ella levantó la mirada del tablero de la mesa y se topó de lleno con sus ojos grises. Tenía la garganta seca y no se sentía capaz de articular palabra. Aquello iba a ser más difícil de lo que suponía. Probablemente se había equivocado al llamarle. Sí. Pero ya era tarde. Debía ser valiente. Cuando un hilo de voz parecía querer salir de su boca, un camarero se acercó a ellos para tomarles nota.
-“Ponme una clara con limón”, dijo el chico.
-“Yo un té con leche”, añadió ella. Sólo fueron cinco palabras, las suficientes para que su voz adquiriese cuerpo.
No era la primera vez que quedaban después de la ruptura. Habían transcurrido tres o cuatro meses desde el último encuentro, que consistió en un cúmulo de lágrimas, reproches y lamentos. Por tanto, los antecedentes no animaban precisamente al optimismo.
-“Bueno, ¿de qué querías hablar?”, insistió Eduardo.
En el fondo tenía miedo de la respuesta, porque la presentía. Esperaba oír un “de nosotros”, como en tantas otras ocasiones. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Hasta que recibió su llamada unas horas antes, pensaba que aquella pesadilla había terminado. No estaba por la labor de recibir nuevos ataques personales y de tener que justificarse otra vez por lo mismo. “Ya no estoy enamorado de ti. Lo siento, pero tienes que entenderlo”, le había dicho durante su último encuentro, justo antes de que la joven comenzase a correr, frenética, bajo la intensa lluvia. Él la persiguió pacientemente, intentando que se detuviera y le escuchase. Era inútil. Estaba fuera de sí. Al recordar aquella humillante escena, Eduardo no pudo disimular su inquietud. Era evidente que ese encuentro le incomodaba. Para su sorpresa, la contestación no fue la que se imaginaba.
-“Quería pedirte perdón por cómo me he comportado contigo. Lo he estado pensando mucho y he llegado a la conclusión de que no te merecías que actuara así. Lo siento. De verdad”. En estas últimas palabras su voz se quebró. Tuvo que detenerse para no acabar balbuceando.
Eduardo apoyó su frente en sus manos, acompañando este movimiento con una expresión de auténtico hastío en su cara. Permaneció en esa postura durante unos segundos. Quería meditar lo que iba a decir, en un intento por no enfrascarse en una conversación sin final. Era evidente que ella no había superado la ruptura.
-“No tienes que disculparte. Para mi está todo olvidado”, dijo. Sólo cuando terminó la frase, se atrevió a levantar la mirada. Entonces se encontró con unos ojos llenos de incipientes lágrimas.
-“De acuerdo. Para mi también”, respondió ella en un tono poco convincente.
Se hizo un incómodo y breve silencio, interrumpido por la llegada del camarero con sus bebidas.
-“¿Y qué tal te va todo? ¿El trabajo bien?”, preguntó Eduardo, tras un primer sorbo a su copa, con pocas esperanzas de desviar el asunto.
-“Bien. Como siempre”, contestó con desgana.
-“Me alegro”.
La tensión era inaguantable. Finalmente ella retomó el tema que le estaba atormentando.
-“Tú tampoco te comportaste correctamente. Me engañaste con esa chica y luego me mentiste. A veces pienso que nunca me quisiste. Sé valiente y admítelo de una vez. Únicamente te pido eso”.
Eduardo notaba como le oprimía el pecho. Sus peores vaticinios se habían cumplido. Apoyó las manos sobre la mesa y tuvo la tentación de levantarse y huir de aquella situación. Algo frenó su impulso. Probablemente se dio cuenta de que era inútil intentar escapar. Debía terminar para siempre con ese problema. No le importó ser cruel. Es más, aunque hubiese querido, no habría podido evitarlo. De su boca salieron duras palabras, pero moduladas casi a modo de súplica.
-“Mira, estoy harto. Estás completamente obsesionada. Hace un año que rompimos y tú sigues con la misma cantinela. No puedo más. Estoy hasta los cojones de tus reproches. Ya no tienes derecho. Ningún derecho. Te pido por favor… No. Te prohíbo que vuelvas a llamarme nunca. Nunca. Olvídate de mi. Y me da igual que llores. Piensa que soy un cabrón y un hijo de puta si así te sientes mejor. Pero olvídame; como si me hubiera muerto”.
Ella estaba tan cegada que no era consciente de la indignación y la furia verbal de su interlocutor. El simple hecho de estar allí con él hablando de su relación ya era un motivo de esperanza. Debía convencerlo de que se había equivocado: seguro que seguía amándola.
-“Edu, tranquilízate. Por favor”.
-“No. Joder. Ya está bien. Esta vez lo digo en serio. Olvídame para siempre”.
En ese momento cogió el vaso de cerveza y se lo bebió prácticamente de un trago. Sacó un billete de cinco euros de un bolsillo de su pantalón y lo lanzó sobre la mesa. Se levantó y, sin mirar a su antiguo amor, salió apresuradamente del local. Ya en la calle empezó a correr mientras notaba como le temblaba todo el cuerpo. Bloqueado, dobló la esquina, alcanzó su coche y, una vez dentro, intentó calmarse mientras fumaba un cigarrillo. Unos minutos después arrancó.
Esa fue la última vez que se vieron.
Eduardo entró apresuradamente. Automáticamente dirigió su mirada hacía la mesa donde tantas veces habían pasado tardes enteras cogidos de las manos y desgastando su amor. Su efímera pasión. Allí estaba ella, con la mirada huidiza, con la sonrisa dubitativa, con las manos temblorosas. Él se dirigió hasta su sitio y, sin dejar que se levantara de su silla, le dio un cordial beso en cada mejilla, al tiempo que se disculpaba por su tardanza. “El tráfico”, se excusó. Quizás hubiera sido más honesto reconocer que hasta el último momento se estuvo planteando si procedía acudir a esa cita. Ese había sido el auténtico motivo de su impuntualidad.
-“¿Para qué querías verme”, preguntó Eduardo inmediatamente.
Ella levantó la mirada del tablero de la mesa y se topó de lleno con sus ojos grises. Tenía la garganta seca y no se sentía capaz de articular palabra. Aquello iba a ser más difícil de lo que suponía. Probablemente se había equivocado al llamarle. Sí. Pero ya era tarde. Debía ser valiente. Cuando un hilo de voz parecía querer salir de su boca, un camarero se acercó a ellos para tomarles nota.
-“Ponme una clara con limón”, dijo el chico.
-“Yo un té con leche”, añadió ella. Sólo fueron cinco palabras, las suficientes para que su voz adquiriese cuerpo.
No era la primera vez que quedaban después de la ruptura. Habían transcurrido tres o cuatro meses desde el último encuentro, que consistió en un cúmulo de lágrimas, reproches y lamentos. Por tanto, los antecedentes no animaban precisamente al optimismo.
-“Bueno, ¿de qué querías hablar?”, insistió Eduardo.
En el fondo tenía miedo de la respuesta, porque la presentía. Esperaba oír un “de nosotros”, como en tantas otras ocasiones. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Hasta que recibió su llamada unas horas antes, pensaba que aquella pesadilla había terminado. No estaba por la labor de recibir nuevos ataques personales y de tener que justificarse otra vez por lo mismo. “Ya no estoy enamorado de ti. Lo siento, pero tienes que entenderlo”, le había dicho durante su último encuentro, justo antes de que la joven comenzase a correr, frenética, bajo la intensa lluvia. Él la persiguió pacientemente, intentando que se detuviera y le escuchase. Era inútil. Estaba fuera de sí. Al recordar aquella humillante escena, Eduardo no pudo disimular su inquietud. Era evidente que ese encuentro le incomodaba. Para su sorpresa, la contestación no fue la que se imaginaba.
-“Quería pedirte perdón por cómo me he comportado contigo. Lo he estado pensando mucho y he llegado a la conclusión de que no te merecías que actuara así. Lo siento. De verdad”. En estas últimas palabras su voz se quebró. Tuvo que detenerse para no acabar balbuceando.
Eduardo apoyó su frente en sus manos, acompañando este movimiento con una expresión de auténtico hastío en su cara. Permaneció en esa postura durante unos segundos. Quería meditar lo que iba a decir, en un intento por no enfrascarse en una conversación sin final. Era evidente que ella no había superado la ruptura.
-“No tienes que disculparte. Para mi está todo olvidado”, dijo. Sólo cuando terminó la frase, se atrevió a levantar la mirada. Entonces se encontró con unos ojos llenos de incipientes lágrimas.
-“De acuerdo. Para mi también”, respondió ella en un tono poco convincente.
Se hizo un incómodo y breve silencio, interrumpido por la llegada del camarero con sus bebidas.
-“¿Y qué tal te va todo? ¿El trabajo bien?”, preguntó Eduardo, tras un primer sorbo a su copa, con pocas esperanzas de desviar el asunto.
-“Bien. Como siempre”, contestó con desgana.
-“Me alegro”.
La tensión era inaguantable. Finalmente ella retomó el tema que le estaba atormentando.
-“Tú tampoco te comportaste correctamente. Me engañaste con esa chica y luego me mentiste. A veces pienso que nunca me quisiste. Sé valiente y admítelo de una vez. Únicamente te pido eso”.
Eduardo notaba como le oprimía el pecho. Sus peores vaticinios se habían cumplido. Apoyó las manos sobre la mesa y tuvo la tentación de levantarse y huir de aquella situación. Algo frenó su impulso. Probablemente se dio cuenta de que era inútil intentar escapar. Debía terminar para siempre con ese problema. No le importó ser cruel. Es más, aunque hubiese querido, no habría podido evitarlo. De su boca salieron duras palabras, pero moduladas casi a modo de súplica.
-“Mira, estoy harto. Estás completamente obsesionada. Hace un año que rompimos y tú sigues con la misma cantinela. No puedo más. Estoy hasta los cojones de tus reproches. Ya no tienes derecho. Ningún derecho. Te pido por favor… No. Te prohíbo que vuelvas a llamarme nunca. Nunca. Olvídate de mi. Y me da igual que llores. Piensa que soy un cabrón y un hijo de puta si así te sientes mejor. Pero olvídame; como si me hubiera muerto”.
Ella estaba tan cegada que no era consciente de la indignación y la furia verbal de su interlocutor. El simple hecho de estar allí con él hablando de su relación ya era un motivo de esperanza. Debía convencerlo de que se había equivocado: seguro que seguía amándola.
-“Edu, tranquilízate. Por favor”.
-“No. Joder. Ya está bien. Esta vez lo digo en serio. Olvídame para siempre”.
En ese momento cogió el vaso de cerveza y se lo bebió prácticamente de un trago. Sacó un billete de cinco euros de un bolsillo de su pantalón y lo lanzó sobre la mesa. Se levantó y, sin mirar a su antiguo amor, salió apresuradamente del local. Ya en la calle empezó a correr mientras notaba como le temblaba todo el cuerpo. Bloqueado, dobló la esquina, alcanzó su coche y, una vez dentro, intentó calmarse mientras fumaba un cigarrillo. Unos minutos después arrancó.
Esa fue la última vez que se vieron.
1 comentario:
Ohhhh!!! Qué pena!
¿Por qué?
¿Qué pasó?
¿Cómo fue esa historia de amor?
¿Cuál fue el motivo de su fin?
¿A qué se dedican?
¿Tienen hobbies?
¿Por qué dicen palabrotas?
¿Dónde viven?
Estoy llena de dudas.
Besitos
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